Luca Guadagnino… a examen

Luca Guadagnino llega a la cartelera con Call Me By Your Name, más que un estreno un auténtico evento de obligado visionado. Es por ello que, en Cine Maldito, lo celebramos mirando por el retrovisor, remitiéndonos a su segundo largo, Yo soy el Amor. Film que, de alguna manera, empezaría a marcar las líneas formales que definen al director italiano. Cierto es que el gusto por lo ‹Viscontiniano›, de carácter muy marcado en este film, se irá depurando y estilizando a posteriori, pero ya podemos rastrear ciertas obsesiones y conceptos que acabarán siendo constantes e su filmografía hasta ese epítome argumental y estilístico que supone Call Me By Your Name.

Más que una película Guadagnino parece filmar una delicada pieza de cámara, recorriendo lugares, habitaciones y rostros de una manera que, aún indicando pasión, casi obsesión, por el detalle, se asemeja a una suerte de voyeur delicado, un observador que acecha pero no inoportuna ni se entromete. La cámara pues, en continuo movimiento, acaba por ofrecernos una visión del asunto cercana a una composición barroca, llena de curvas y recovecos pero donde lo operístico nunca se confunde con la sobrecarga dramática.

Y si importantes son las estancias y espacios y como se relacionan con los rostros y cuerpos, la luz acaba por resultar determinante en la construcción del relato. Su ausencia o su presencia mortecina son siempre presagios de muerte, decadencia, mientras que por el contrario su uso ‹in crescendo› nos habla en todo momento de florecimiento de sentimientos, de estallidos de libertad y emancipación de los personajes. Algo que junto al uso del agua acaba por hacer una radiografía completa de los sentimientos más allá de las palabras. Aguas estancadas en piscinas que son tanto frías como próximos hervideros de pasión, lluvias que lavan pecados y liberan traumas, nieve que deja en ‹stand by› sentimientos y decisiones hasta su descongelación total. Sí, el agua resulta un símbolo de muerte, pero también de liberación.

Una vez más Guadagnino necesita encadenar a sus personajes, mostrarlos sujetos a obligaciones emocionales y profesionales para poder orquestar el proceso de emancipación. La pasión aparece como flechazos cocinados a fuego lento. Hay un proceso hasta llegar a la consumación, pero no por desconocimiento sino por miedo impuestos tanto interior como exteriormente. Las miradas, o en este caso su sustituto en forma culinaria, no son más que fuego y sexo desde el primer encuentro. Sin embargo, al igual que la elaboración de un plato, Guadagnino entiende que este amor debe ser preparado lentamente, sobre todo, por su condición de sentimiento prohibido, de cadena casi irrompible.

Por ello el director italiano nos muestra incluso con cierto pudor el primer encuentro, pasando de puntillas sobre él y mostrando solo a posteriori sus consecuencias emocionales. Es a partir de ahí donde todos los ingredientes anteriormente expuestos parecen combinar, donde la luz y el agua se transmutan en piel y deseo en un recorrido exhaustivo por los rincones de la pasión y la lujuria dejando espacio, eso sí, para la intimidad del trauma verbal y la delicadeza del amor en forma de corte de pelo, de copa vino, de página de libro sedoso.

Yo soy el Amor es ante todo una ópera, una tragedia, una historia total sobre la emancipación de las obligaciones y convenciones familiares, un alegato sobre el amor como forma de rebeldía capaz de derribar cualquier muro de contención del convencionalismo. Sí, Guadagnino también muestra las consecuencias dolorosas sin esconderlas pero evidenciando hasta que punto el amor está por encima del precio que hay que pagar por él. Una tragedia aparente, una victoria del idealismo por encima de todas las cosas.

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