Los tontos y los estúpidos (Roberto Castón)

Tucholsky decía que ‹La ventaja de ser inteligente es que resulta más fácil pasar por tonto›. Y es lo que pasa con Los tontos y los estúpidos, una película que no hace honor a su nombre en absoluto. La obra de Roberto Castón tiene la capacidad de hacer virtud de la necesidad y de utilizar la imaginación del espectador.

A primera vista, la cinta puede parecer un cliché del clásico “cine dentro del cine”. En los primeros momentos se muestra a todo un equipo de rodaje los primeros días de grabación. Pero no va mucho más allá. En el momento en el que los actores se reúnen para hacer la primera lectura de guión en voz alta la película cambia, y se convierte en un espectáculo en el que el guión adquiere todo el protagonismo. Es como cine dentro del guión.

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El guión es la base a lo largo de la hora y media. A partir del mismo, la puesta de escena es casi teatral, minimalista: los actores y algún objeto que simbolice donde están, a un estilo puramente teatral. La falta de ambientación, pues seguiremos siempre en medio del plató de rodaje, se compensa con una voz en off que lee dónde nos encontramos en cada momento. Por lo demás, los actores realizan sus diálogos unos con otros y van construyendo sus personajes. A veces un Roberto Álamo que hace de director dentro del film incluye alguna corrección o se muestra alguna que otra broma del equipo, para que no perdamos de vista el lugar en el que estamos.

Por tanto esta puesta de escena teatral será el santo y seña de la película. Es cine en su mínima expresión. Resulta muy interesante porque, prescindiendo de elementos externos, podremos concentrarnos en la evolución de los personajes principales y cómo son interpretados. Alguno de los personajes, incluso, no aparece representado más que cómo voz. ¿Quién necesita más que el núcleo de las cosas?

Castón se destapa, por tanto, como un director de actores auténticamente. De este modo, bajo un sempiterno fondo negro, podremos ver la naturalidad de una Nausicaa Bonnin que lo borda, a un Josean Bengoetxea que parece irse hastiando por momentos a medida que su personaje va amárgandose, la sobriedad de Aitor Beltrán, que va de menos a más, y a Cuca Escribano, quizá la más floja del elenco protagonista, haciendo de mujer en crisis. Sumado a unos cuantos secundarios, algunos bastante recurrentes y otros no tanto (con especial atención para Vicky Peña, magistral) las relaciones entre estos cuatro personajes son las que van fraguando la historia.

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Quizá, y aunque resulte irónico, sea el guión lo que más flojea. Las historias cruzadas de todos ellos resultan un poco simples, previsibles incluso. La película se centra en como afrontan las relaciones, el amor y especialmente la sexualidad todos ellos. Al final de la misma, si estamos atentos, tendremos clara cual es la diferencia entre los tontos, cuya falta de pretensiones caprichosas permite la felicidad, y los estúpidos, que tratan de forzar las cosas.

En el fondo estaríamos ante otra parábola del amor y las relaciones, de las que se va de la cabeza a medida que uno va abandonando la sala si no fuese por su novedosa puesta en escena, que además está muy bien realizada. La fuerza de Castón reside en haber utilizado la misma imaginación que le exige a su público para rodar su película y, además, de apostar por esa imaginación y hacerla reconocible precisamente por eso. Quizá como su largometraje, la materia prima, que es lo importante, está ahí. Veremos que depara el futuro.

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