Hoy… Los caballeros de la moto (George A. Romero)

Repasando la trayectoria del recientemente fallecido George A. Romero uno se da cuenta de la importancia que tiene ser siempre fiel a unas ideas irrenunciables. En el caso del autor de La noche de los muertos vivientes esas ideas fueron las de la independencia y la coherencia con un enfoque ideológico que para nada casaba con lo convencionalmente aceptado en su país de nacimiento y residencia. Romero fue un anarquista. Un miembro de la contracultura americana pero desde un ámbito intrínsecamente silencioso. Siempre en un segundo plano. Sin buscar un protagonismo falso e interesado. Hecho que implicó que, a diferencia de su amigo y compañero de juegos y cines infantiles Martin Scorsese, este neoyorquino jamás saboreara las mieles de las loas y alabanzas de los magnates de Hollywood.

La vida de Romero estuvo muy ligada a la de esos caballeros medievales y samuráis japoneses cuyo código de conducta se regía por unos valores irrevocables a pesar de que éstos condujeran a la perdición y a la pobreza a aquellos que los siguieran a rajatabla. Es por este motivo que he decidido reivindicar una de las películas más personales y creo que por ello más incomprendidas de la carrera del maestro. Se trata de Los caballeros de la moto, un film ya marciano incluso por su propio título. Una obra que denota su temperamento íntimo no solo por estar firmada en su guión y dirección por Romero, sino por su encabezado ensalzado con un claro y contundente George A. Romero’s. Producida por una compañía independiente como todas sus primeras criaturas. Precisamente sería su siguiente proyecto, la mítica Creepshow, la primera incursión de Romero en los grandes estudios clásicos, en el caso indicado con apoyo de la Warner Bros. En el momento de la realización de la película protagonista de esta reseña la etapa vital del autor de Martin atravesaba una encrucijada moral. Por un lado por fin había logrado un éxito popular sin precedentes con Zombi, el remake a todo color y con un sustrato muy claro de radiografía social apocalíptica de los efectos del capitalismo llevado hasta sus últimas consecuencias de su emblemática ópera prima. Todos los filmes que siguieron a La noche de los muertos vivientes respetaron ciertas reglas: bajo presupuesto, productora independiente, rodaje casi amateur, acompañamiento de amigos más que de colaboradores en el equipo técnico y envoltura muy artesanal, para algunos algo chapucera. Pero la sinopsis y tripas inherentes a Los caballeros de la moto denotan la dicotomía presente en esos momentos en la vida de Romero. Estoy convencido que había sido tentado por los grandes estudios. Los mismos que le miraban de reojo como a un bicho raro. Los mismos capaces de cambiar su opinión si el dinero está por medio. Los mismos que intentaban atraer hacia su círculo al ente rebelde de la generación del nuevo cine americano de los setenta.

Y esta reflexión acerca de la delgada línea que separa el éxito del fracaso, o lo que es lo mismo, de la renuncia a la propia esencia traicionando la misma en favor de la popularidad, el mercantilismo, del éxito a cualquier precio, de la publicidad subliminal fomentadora del consumo basura, del sensacionalismo vil y putrefacto dirigido a controlar la mente de una juventud que ha desertado de la lucha de sus ideales… es el esqueleto que moldea esta extraordinaria película. En mi opinión la gran obra maestra de George A. Romero. Un filme que fue mutilado con un montaje que restaba valor a su impecable propuesta. Rescatado por su autor años después mediante un remontaje de dos horas y media de duración que obedecía a las verdaderas intenciones de quien llevó a cabo este arriesgado trabajo.

Una pieza valiente y rompedora que bajo una apariencia de cinta de acción y aventuras algo extravagante conectada con esa grotesca forma de hacer cine originaria de los años ochenta, encierra en su disfraz poderosas y potentes metáforas alrededor de la fragilidad de una sociedad americana difusa y confusa. Violenta. Nacida de la violencia. Adoradora de la violencia. Fomentadora de la violencia como correa para establecer relaciones sociales y de entretenimiento. La tierra del Wrestling. De los programas de gladiadores. Una nación surgida a través del exterminio de sus aborígenes. El país de los violentos años veinte. Y Romero tomó prestado todo esto para retratar un país que no puede subsistir sin violencia. Pocas películas han sabido reflejar esta idiosincrasia como Los caballeros de la moto. Merced a esos espectáculos de moteros medievales vestidos con ropajes de la Edad Media y ataviados con lanzas y espadas de la época del Rey Arturo que se muerden, golpean y desgarran la piel como medio de expresión de un espectáculo al que acuden con sumo gusto esos ciudadanos de la América rural y profunda que contemplan como brota la sangre de los actores mientras toman una hamburguesa con patatas fritas en compañía de sus hijos de 4 años.

Pero la línea editorial de Romero no es tan simple como lo que he mencionado en el párrafo anterior. Sí. Existe cierta crítica a la encarnación de la violencia como único medio de comunicación de la sociedad estadounidense. Pero también existe una clara admiración de Romero hacia ella. Sus héroes utilizan la violencia para subsistir, organizando espectáculos a los que acude la masa previo pago de una entrada. Pero sus héroes no buscan la popularidad ni el éxito con su ejercicio. El protagonista llamado Billy (interpretado por un joven Ed Harris) es una especie de gurú fiel a unos valores perdidos. Alguien que parece solo creer en el honor y en la obediencia de unas reglas que no pueden ser violadas por ninguno de sus feligreses. Quizás algo autoritario. Pero también un líder asertivo que alberga esas creencias, no estrictamente religiosas, necesarias para lograr la adhesión de un grupo. Un personaje para quien el arte es algo más que una simple pantomima. Sus duelos conservan ese aura vetusta y ancestral. De tiempos primitivos y conductas primarias.

Así, Billy se hace llamar Rey, siempre acompañado de su inseparable Ginebra. También localizamos al Caballero Negro Morgan, su enemigo a la vez que colega que aquí será interpretado en un recordado papel por el mago de los efectos especiales Tom Savini. Asimismo un hechicero llamado Merlin que a la vez que guía espiritual hace las veces de médico curando las heridas y fracturas producidas una vez culminado el recreo. Y un Lancelot, guapo y mujeriego, por cuyo amor pelean las ingenuas féminas que acuden como público con el fin de llamar la atención de sus paletos padres. Y toda una serie de actores que se apoderan de la acción. Una acción que fue rodada por Romero como los ángeles. Sin duda uno de los puntos fuertes del film serán las sucias y aparatosas peleas en moto a lanza armada figuradas por los caballeros. Unas riñas de las que emana hemoglobina y testosterona. Sangrientas pero a la vez hermosas. Bellas en su anacronismo moderno. Dignas. Situando la cámara en espacios imposibles: en las ruedas de las motos, en los manillares, en travellings que filman en paralelo el recorrido de los combatientes, en planos subjetivos que nos permiten ser partícipes de la velocidad y gasolina que desprenden los vehículos a dos ruedas… Y aunque parezcan despiadadas las mismas son honorables. Se observa el cumplimiento de unos valores. El de la cortesía con el adversario derrotado. El del olvido de los golpes entre hogueras nocturnas y conversaciones trascendentes. El de sentimiento de pertenencia a una comuna que abriga las soledades de unos vagabundos que han sido desplazados por el sistema.

Sin embargo esta rebeldía será puesta a juicio en el momento que un poderoso magnate de la comunicación en compañía de una ambiciosa y trepa periodista decidirá sacar a la luz la existencia de los caballeros de la moto tejiendo un reportaje en una revista con el fin de atraer a estos outsiders hacia su terreno: el del dinero y la publicidad. El del capitalismo salvaje. El de la venta de un producto de consumo fácil con el que hacer caja pervirtiendo los ideales originales. Y si bien Billy se opondrá desde un principio a ser pasto de burócratas y millonarios, algunos miembros del grupo optarán por abandonar su vida vagabunda para visitar ese otro universo desconocido y resplandeciente de alcohol, mujeres y fama. Ello supondrá el desgajo del colectivo en dos partes. Los que se mantienen fieles a Billy y los que seguirán a Morgan en su recorrido por mansiones de la Vieja Babilonia soportadas por barrotes de oro y por la inmoralidad de la plata. Sin embargo no todo está dicho. Aún queda un duelo final puro, vacío de espectadores que decidirá quien es el nuevo Rey, plataforma también para ese miedo que atenaza a Billy desde que observó en sus sueños su final a manos de un caballero vestido con una armadura con el dibujo de un dragón. Pues América no es lugar para idealistas que cumplen un código de conducta ya extinguido.

Rodada con mucho brío y con la ilusión de un principiante, Los caballeros de la moto se eleva como una de las más poderosas pinturas del final de una época. La de los sueños y esperanzas. La del último refugio de los que no aceptan las normas del sistema. Sin hacer ascos a vertebrar la escena a través de un film de serie B que explota la acción y aventuras como principal plataforma, la cinta derrite una atmósfera que recuerda a esos westerns crepusculares ideados por Sam Peckinpah protagonizados por cowboys inadaptados. En este sentido rotundas son las conexiones que podemos encontrar con obras como Hombres errantes de Nicholas Ray o Junior Bonner de Peckinpah. En todas ellas se describen las desventuras de una serie de hombres o grupos que han perdido su sitio en un abrir y cerrar de ojos. De vagabundos que recorren las carreteras de la América profunda con el único fin de subsistir vendiendo su cuerpo en espectáculos arcaicos que han pasado de moda. También observo ciertas confluencias entre la cinta de Romero y la emblemática Cockfighter del compañero de generación del maestro Monte Hellman. En las dos se habla del fin del sueño americano. Los dos protagonistas aspiran el alma del perdedor. Nómadas del viento. Ostentan un realismo deformado a través de los duelos medievales en el film de Romero y de las peleas de gallos en el de Hellman. En ambas sabemos que el final de sus héroes no puede ser para nada halagüeño. Dos figuras rectas y consecuentes con sus actos. De las que se visten por los pies. Poseedoras de una nobleza ya perdida en un mundo dominado por el sonido de las cajas registradoras y la tergiversación de las noticias. Un mundo falso. Carente de espíritus auténticos.

La película funciona en dos vertientes. En la del cine de acción frenético y deslumbrante merced a las excelentes y prolongadas coreografías diseñadas por Romero y su equipo que sustentan prácticamente la mitad del metraje del film. Y en segundo lugar en una dimensión intimista, de cine de autor, que envuelve una crítica en contra del mercantilismo, señalando la debilidad de un ser humano al que resulta muy fácil pervertir cuando la maquinaria del libre comercio empuja con todo su poder. De la visión del artista como el único superviviente capaz de hacer frente a los poderosos sacando para ello a relucir su insobornable actitud descansada en su incapacidad para traicionarse a sí mismo. Y Romero conjugó ambos enfoques de un modo inteligente y entretenido. Equilibrando la balanza para evitar que su obra naufragara tanto en el tedio como en marejadas de ‹exploitation› barato. Narrando con desenvoltura y sapiencia. Demostrando que detrás de la cámara se hallaba alguien que se había graduado en su oficio con un sobresaliente.

Fue una de las últimas colaboraciones del maestro con su equipo habitual. Con su inseparable Stephen King que aparece en un simpático y divertido cameo en el papel de uno de los paletos espectadores de la primera representación de los caballeros que surge en pantalla. Con el siempre fascinante Tom Savini en esta ocasión bordando su papel de villano con buen corazón. Con un Ed Harris que llena la pantalla con una interpretación contenida, profunda y muy teatral digna de todos los elogios posibles. Posteriormente la carrera de Romero seguiría, con salvedades, una única pauta. La refundación de su marca publicitaria en forma de ‹zombies›. Productos que jamás cayeron en la caricatura ni en la zafiedad. Es por ello que reivindico Los caballeros de la moto como un film necesario para conocer la mente de Romero. Sin duda su obra más tierna e interior.

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