Las 25 mejores películas malditas

Hace cosa de un año apareció un término, el de maldito, que acuñaba bajo su significado no tanto esas películas que han pasado penurias o en cuyos rodajes han acontecido desgracias, sino más bien aquellas olvidadas, minusvaloradas y perdidas cuyo peso, en la opinión de los pocos locos que aquí nos hemos juntado, debiera ser mayor. Está claro, definir una película de estas características es siempre algo complejo: habrá quien no considere olvidada aquella que ganó un Oscar o una Palma de oro aunque a día de hoy sólo la conozca una minoría, estarán aquellos que crean que un éxito de crítica en su época le quita el sello de maldita, e incluso los que vean en el nombre de un gran director la imposibilidad de que sus películas menores no se recuerden. Pero aquí tenemos espacio para todo, y sorteando toda consideración (que, en el fondo, no es más que una mera cuestión de percepción), os traemos la primera (y no será la última, o eso esperamos) lista maldita con títulos de toda índole: en ella hay sitio para noir, road movie, bélico, animación, drama judicial… y, como no, cine de todas latitudes, así que nos hemos dirigido desde la vieja Europa hasta Asia, pasando por la URSS y llegando hasta América en toda su extensión.

Sin más dilación, os presentamos un listado creado entre todos los redactores que en un principio encabezaba Out 1, noli me tangere, pero decidimos considerarla como bonus dada su extensión y estructura episódica. Comenzamos:

 

El empleo (1961) — Ermanno Olmi

Dirigida por Olmi en el 61, El empleo supone su segundo largometraje y, a buen seguro, uno de los grandes títulos de una cinematografía, la italiana, que siempre ha encontrado en otros nombres como los de Fellini, Visconti o Rossellini un cine a través del cual manifestarse. Precisamente de este último, Olmi extrae ese carácter social (dejando a un lado lo formal) que encarnaban las cintas del autor de Roma, ciudad abierta, y trasladándolo a un marco que nos aleja de la Segunda Guerra Mundial y nos cita en un contexto posterior, logra insuflar vida a una de esas obras que resultan tan secas y desgarradoras como comedido parece permanecer su tono a lo largo del film. Ello no es, sin embargo, el indicativo de que nos encontremos ante un trabajo sin aptitudes críticas que, por lo general, emplea su premisa inicial (la de ese muchacho de pueblo que se lanzará a buscar trabajo en la gran ciudad) para advertirnos de lo deshumanizado de un ambiente en el cual tanto trabajadores como candidatos son tratados como poco más que robots. Es así como Olmi nos introduce en un lugar donde el repique de las teclas de las máquinas de escribir sobresale por encima de un silencio sepulcral para marcar la naturaleza de un espacio en el que no parece haber sitio para otra cosa que no sea el mecánico y (de tanto en tanto) voraz trabajo.

No limita, de todos modos, El empleo sus posibilidades, y también aplica una capa de emociones más viscerales cuando el protagonista conozca a una bella muchacha que parece atraer algo más que su atención: quizá un punto de quiebre necesario para dotar de algo de humanidad a un relato que, cada vez que se encuentra entre las cuatro paredes de ese local, adquiere unos matices que cobran mucha más fuerza y donde la extraña ilusión generada por la aparición de esa chica se resquebraja ante la conclusiva y atónita mirada de un protagonista, Domenico, capaz de esculpir su desolación en la mente del espectador.

 

Los amantes de Montparnasse (1958) — Jacques Becker

Uno de los grandes biopics de la historia que retrata con una fotografía exquisita próxima al realismo mágico francés los últimos y amargos días que el gran pintor italiano Amadeo Modigliani pasó en el mágico barrio de Montparnasse. Pero este no es el típico biopic del cine clásico. Es una película bella y cautivadora, pero a la vez dura, muy dura y cruel, de esas que hielan la sangre del espectador más curtido. El gran Jacques Becker, más conocido por haber dirigido dos clásicos básicos del cine galo como La evasión y París Bajos Fondos, demostró con esta obra de arte todos los fundamentos aprendidos durante su etapa como ayudante de dirección de Jean Renoir, aproximándose al maestro que cinceló La regla del juego o Los bajos fondos. Pocas veces se ha detallado con tanto tino el proceso de autodestrucción que provoca el arte en un pintor atormentado por una concepción derrotista de su talento, consiguiendo transmitir al espectador el sufrimiento del bohemio de forma magistral y dolorosa. Becker se convierte en un maestro que pinta con un romanticismo desbordante por los cuatro costados un cuadro decadente y pesimista sombreado con unos diálogos poéticos y subyugantes abrillantados por unos personajes realistas que hacen de su miseria moral su mejor virtud. El visionado de este peliculón puede suscitar una profunda tristeza y agonía existencial a aquellos que se atrevan a enfrentarse con este coloso del cine mundial.

 

Mi vida es mi vida (1970) — Bob Rafelson

Perteneciente a la serie de películas que revolucionó el cine norteamericano en los años 70, historias que desafiaban las convenciones del sistema establecido por los grandes estudios. Cineastas como Dennis Hopper, William Friedkin o Martin Scorsese le inyectaron a sus obras grandes dosis de realismo y rebeldía insólitos hasta el momento, reclamando la posición del director como verdadero autor. Dirigida por uno de los productores de Easy Rider, Bob Rafelson, Mi vida es mi vida es uno de los estandartes del movimiento, convirtiéndose en un hito generacional en cuanto a plasmar en pantalla el descontento de la época. Centrada en un protagonista que no ha de ser héroe ni anti-héroe, sin ningún cometido impuesto por el guión excepto el de ser él mismo, de parecernos real.

Es la historia de Robert Dupea (interpretado de manera brillante por Jack Nicholson), un hombre que trabaja en una plataforma petrolífera pero perteneciente a una familia de músicos con la cual ha cortado todo vínculo. Un buen día, se ve forzado a volver a casa debido al grave estado de salud de su padre con quien nunca tuvo una relación cercana. El problema es que él no encaja allí, de hecho no parece encajar en ningún lado (ni siquiera en la película), sólo quiere hacer su vida, eludir responsabilidades, no afrontar los problemas, en un constante viaje/escape. Pero, ¿es posible vivir de esta manera? ¿Y si el problema radica en uno mismo? ¿Qué ocurre entonces?

 

Throw away your books, rally in the streets (1971) — Shuji Terayama

Throw Away your Books: Rally in the Streets es una de esas películas que hay que ver porque existen. Porque es una película olvidada que es consciente de ello. La ruptura de la cuarta pared no se da de manera ingeniosa, como es habitual, aun hablando de una cinta de 1971. Se da de una forma violenta, es una interpelación directa al espectador, al que se dice claramente que está viendo una película que sólo puede vivir en la oscuridad y que, cuando acabé, caerá en la nada y el olvido. Creo que tendría que abrirme el pecho, arrancarme algo y pegarlo en este texto para intentar reflejar con algo de dignidad la rabia y pureza que Shuji Terayama dejó plasmadas en estos fotogramas llenos de filtros verdes y morados. Sí, no es perfecta ni en su imperfección: tiene tramos pesadamente incomprensibles e indescifrables. Pero creo que “desgarradora” se queda corto para describirla. Debe estar más cerca “desmembradora”.

Planos fijos y ‹travellings› sencillos y temblorosos, (¿casi?) nunca se corta de un plano a otro en la misma escena y a pesar de ello nadie dirá que esto es ‹camp› o ‹trash› (o puede que sí). Estimulante, transgresora, vitalista, fatalista. Es de esas películas que recomiendo y entonces mi interlocutor pregunta cándido “¿Pero de qué va?”. ¿De la revolución cultural en Japón? ¿Del peso de la existencia? ¿Del frenesí de la juventud? Definir es mutilar y hablar del argumento de esta película una pérdida de tiempo que podríamos emplear viéndola otra vez o por vez primera.

 

El dependiente (1969) — Leonardo Favio

Supongo que toda cinematografía tiene esa obra oscura, maldita si se quiere, capaz de retratar la miseria moral de la sociedad con tragicómica mano cómplice, valiéndose de personajes desplazados y marginales en los que vemos nuestra propia imagen distorsionada. Si en España Fernán-Gómez parió la extraordinaria El extraño viaje, en Argentina Leonardo Favio maquinó un cuento amargo y cruel sobre los monstruos que la normalidad engendró, monstruos cuyas apetencias y anhelos (afectivos, carnales, materiales) acaban confluyendo inevitablemente en un único sumidero de patetismo y dolor que sirve de antesala a la tragedia. Embebida de extrañeza y poseedora de un pulso narrativo pausado y taciturno, de connotaciones casi irreales, la cinta de Favio convierte paulatinamente una historia de amor en una crónica de corrupción, jugando a la perversión progresiva de sus personajes, atrapados en un hábitat social alienante y opresivo.

Si el espectador cree sentir ecos de Buñuel no debe ser casualidad: algo hay del espíritu del autor de Viridiana en el dibujo de estos personajes grises e insignificantes, en su humor soterrado y emponzoñado, en esa realidad difusa y pesadillesca que parece filmada a través del fondo de un vaso sucio. De este modo, con aires de fábula asfixiante y hasta de cuento de terror cotidiano, Favio conduce a sus criaturas a un atolladero de espantosa negrura humana (no exenta de un humor tan negro como la pez), que culmina en uno de esos desenlaces prodigiosos que convierten la forma (ese plano secuencia que parte del hogar subterráneo de los protagonistas a la calle en fiestas) y el fondo (la distancia insalvable entre dichos protagonistas y la sociedad a la que “pertenecen”) en dos caras de una misma moneda, cargando de sentido y turbiedad a una película apabullante, áspera, desencantada y tristísima, engrandecida por unos descomunales Vidarte y Borges.

 

Nobi (Fuego en la llanura) (1959) — Kon Ichikawa

Un brusco corte del fondo negro inicial a un primer plano de nuestro protagonista abofeteado nos hace preguntarnos ya desde los primeros compases de Nobi hacia quien van realmente dirigidos estos golpes. El espectador comparte este sufrimiento, probablemente el más leve que tendrá que soportar a lo largo de esta historia. No obstante, este sopapo despierta-conciencias ya pone al incauto en guardia. Seguiremos al soldado Tamura a través de los bosques filipinos en las postrimerías de la Segunda Guerra Mundial, una vez el ejército japonés consciente de su derrota. Tras contraer  tuberculosis es abandonado a su suerte por su escuadrón, con las directivas de encontrar un hospital que pudiera tratarle. Amablemente, se le proporciona alguna ración de comida y una granada, para suicidarse si no consigue ayuda. De este modo, Tamura se erige como avatar de la deshumanización y la degradación moral en el retorcido marco de la guerra. Eiji Funakoshi, el actor que lo representa, aporta la (in)consciencia de la alienación y desorientación propias de esta situación inimaginable, pelele llevado por el viento, testigo y víctima del progresivo desmoronamiento físico y moral  resultado de una completa desconexión con la realidad y la falta de alimento, con el canibalismo como mal último acechando durante todo el metraje.

A pesar de la crudeza desesperanzadora del relato, de carácter marcadamente antibélico, se mantiene alejada en todo momento de cualquier sensacionalismo, en búsqueda de una representación válida y sincera de esa locura inabarcable e inexplicable. Siguiendo esta senda Ichikawa se apoya en construcciones ligeramente oníricas (la neblina, la lluvia eterna…) e incluso dejando algún rastro de un retorcido sentido del humor contribuyendo a la sensación de irrealidad general. El fuego en la llanura al que hace alusión el título, presente de manera constante en las columnas de humo resultado de las quemas  que realizan los campesinos filipinos al margen de la guerra, actúa como metáfora del rasgo último de humanidad en medio del infierno terrenal. Pequeño gesto de una normalidad ya inalcanzable para nuestro protagonista, escarificado de por vida, al que se abraza en un último, esperanzador y catártico acto.

 

Remordimiento (1932) — Ernst Lubitsch

Puede que Remordimiento tuviera una gran acogida por parte del público y la crítica a inicios de los años 30 del siglo pasado, pero hoy en día en nuestro país sigue siendo una de tantas obras de Ernst Lubitsch que suelen olvidarse a la hora de hablar del cineasta berlinés. Aunque más conocido por su faceta en la llamada “comedia sofisticada”, Lubitsch supo crear en esta y otras obras un gran sentido por el drama humano. En Remordimiento, nos encontramos en una Francia inmediatamente posterior a la Primera Gran Guerra Mundial donde nuestro protagonista, Paul, llega a una iglesia pidiendo confesión y asegurando que ha matado a un hombre. El cura, alarmado, le ruega que se explique, a lo que nuestro héroe le contesta que ha matado a un hombre… en la guerra, por lo que el sacerdote parece relajarse y dejar de preocuparse, para mayor desesperación de Paul. Con la ayuda de las indicaciones del cura, emprendemos un viaje a Alemania, donde Paul busca a la familia del hombre que “asesinó legalmente” tiempo atrás. Lo que acontece es una auténtica obra humanista cristiana (culpa, expiación, redención) y pacifista, que desprecia con rabia y tristeza la sinrazón de la guerra, unido a una tierna historia de amor entre Paul y la prometida de su víctima. Paul no se atreverá a decir la verdad, y se irá metiendo cada vez más en su nueva familia, que lo acoge como al hijo que perdieron.

Es muy recordado el magistral discurso del padre de la víctima, una de las cumbres de la década de los 30, sin olvidar los pequeños detalles que hacían que Lubitsch fuera el genio que era, como esa secuencia inicial donde soldados franceses desfilan por las calles llenas de júbilo por el fin de la guerra, y la cámara está situada de tal manera que podamos verlo… ya que al soldado veterano que está inmediatamente delante de la cámara le falta una pierna. Una de las mejores películas antibélicas y fraternales de todos los tiempos, hermana de Sin novedad en el frente pero sin necesidad de enseñarnos grandes batallas. Imposible no emocionarse en más de una ocasión. «Delante de este hotel vi pasar a mi hijo desfilando. Iba camino de la muerte. Y yo aplaudía»

 

Batallas sin honor ni humanidad (1973) — Kinji Fukasaku

Primera pieza de la pentalogía The Yakuza Papers, Batallas sin Honor ni Humanidad corresponde uno de los pilares básicos del cine gángster nipón, el también conocido como ‹yakuza eiga›. El subgénero, pronta y realista respuesta a la popular figura de los samuráis, encuentra en esta saga en general y en la figura de Kinji Fukasaku en particular uno de sus principales exponentes. Fukasaku, nombre lanzado a la popularidad de manera más o menos reciente con su mediática Battle Royale, décadas atrás se hacía un hueco en la cinematografía asiática a base del retrato realista y cruel del mundo de la yakuza.

Ambientada en la hostilidad de una Hiroshima inversa en una post-guerra en decadente evolución, la primera película de la saga supone un fiel retrato del mundo yakuza, que alejándose de la estética elegante de sus predecesores (Seijun Suzuki, Toshio Masuda…) imprime un sello más cabal de la mafia nipona. Fukasaku escupe imágenes echando mano de recursos tan dispares como la cámara en mano, la violencia desmedida o la imagen de archivo, sin olvidar cierto mimo por su inseparable categoría de cinta de acción. Bajo un ritmo frenético y alocado, una atmósfera puramente callejera y un cierto mensaje sobre el individuo y su relación sobre la sociedad que lo rodea, la primera de las cinco entregas de The Yakuza Papers sucumbe como retrato de un campo de juego con reincidente tratado en la cinematografía oriental pero desde un puto de vista mucho más cruento, donde los personajes se despojan de cualquier etiqueta para verse inmersos en una batalla a sangre fría donde el honor y la lealtad son un bien muy preciado.

 

La mujer de la arena (1964) — Hiroshi Teshigahara

Rodada en el año1964, la película está basada en una novela de Kôbô Abe, con un rompedor guión del propio escritor nipón, tal y como sucede con El rostro ajeno y The Pitfall, las otras dos grandes películas de Iroshi Teshigahara. El director japonés lleva a cabo una despiadada crítica a la sociedad japonesa de la época (perfectamente extrapolable a la contemporánea) mediante una alegoría cargada de multitud de dudas existenciales que son presentadas principalmente a través de la simbología, y giran en torno al aislamiento, el conflicto del ser humano contra sus limitaciones personales, la lucha de la identidad individual frente a la alienación colectiva propiciada por la sociedad, la adaptación al cautiverio, el azar, la ambición y el conformismo. Sus principales bazas son su atmósfera onírica, claustrofóbica y asfixiante, cargada de un extraño lirismo no exento de ironía, una excitante sensualidad y un epatante erotismo; con aspecto de pesadilla opresiva kafkiana gracias a la constante y agobiante presencia de una arena que mantiene la humedad y carcome los travesaños del techo de la cabaña que la pareja protagonista tiene como vivienda. Sus arrebatadoras imágenes están acompañadas de una Banda Sonora amparada en la percusión de corte vanguardista, que le da mayor personalidad transgresora a la narración. La cinta presenta una inolvidable puesta en escena, con claras reminiscencias de los primeros filmes de Polanski y Resnais, con gran proliferación de primeros planos de la pareja de carismáticos protagonistas (generadores de tanta empatía como rechazo), y planos detalle con unas texturas magistrales donde se acentúa la presencia de la arena (la auténtica protagonista de la película) en la piel de los personajes, bajo un blanco y negro portentoso. Uno de los filmes más inmersivos y agobiantes de la historia del cine que se mantiene plenamente vigente.

 

Mouchette (1967) — Robert Bresson

Sin lugar a dudas Mouchette es una de las películas que mejor definen la forma de ver el arte del grandísimo y revolucionario cineasta francés Robert Bresson, uno de esos autores con personalidad propia dinamitadora de los paradigmas clásicos y cuya enorme influencia perdura en cineastas como Aki Kaurismaki, Andrei Tarkovski o Jim Jarmusch (por citar tres ejemplos muy claros). A esto hay que añadir que esta grandísima obra maestra, además de ostentar ese estilo ascético despojado de todo ornamento y superficialidad en busca de alcanzar la filmación de puro cine, ese cine donde no hay cabida para contaminaciones de estilo y en el que interpretaciones de los actores se despojan de la teatralidad cinematográfica para insuflar en escena un realismo turbador, es una de las obras más crudas y escalofriantes que jamás se han filmado en cine. Su realismo perturbador y claustrofóbico (cuasi documental) está repleto de imágenes impactantes, presentando al ser humano como un ente cruel y perverso resignado a la soledad que no tiene otro objetivo en la vida que generar sufrimiento a su prójimo. Ante el desgarrador panorama que propone Bresson quizás muchos de nosotros optaríamos por el camino elegido por la pequeña Mouchette. O quizás Bresson, siempre dotado de un estilo trascendental mesiánico, quiso mostrarnos los efectos devastadores que la maldad humana puede provocar en un alma a punto de descubrir la vida para concienciarnos que por esa vía el ser humano está condenado al limbo existencial. Puro arte a veinticuatro fotogramas por segundo.

 

La Perla (1947) — Emilio Fernández

John Steinbeck consiguió elaborar una de sus mejores críticas sociales a partir de una vieja leyenda mejicana. Por lo intenso y lo concreto de la historia, el mismo año de su publicación, 1947, fue adaptada al cine por el director Emilio Fernández. Esta película narra la historia de una familia pobre de México, Quino y Juana, pescadores míseros que viven en una pequeña choza con lo que les aporta el mar y tratan de sacar adelante a su bebé. Un día, el pequeño es picado por un alacrán, y dados los pocos recursos de la pareja, no consiguen que el médico del pueblo les atienda. Pero la suerte parece cambiar cuando, buceando contra elementos, Quino encuentra una perla perfecta, una perla que le puede permitir salir de su mundo de pobreza e imaginar un futuro mejor para su hijo, pese a que su esposa crea que solo traerá desgracias y quiera devolverla al agua.

Una auténtica joya del cine, sin duda. El dúo protagonista (un Pedro Armendáriz que domina toda escena en la que aparece y María Elena Marqués, tan sutil como sólida) realiza una interpretación memorable, combinándose con la enorme dirección fotográfica de la cinta, que convierte en protagonista al océano. Las peripecias de Quino y Juana estarán acompañadas de una banda sonora espléndida que sirve para ensalzar su propia patria, pues veremos costumbres y celebraciones mejicanas por doquier. Además, la crítica contra la codicia, la riqueza y la avaricia mientras se defiende la bondad intrínseca a la condición humana a través de los que menos tienen conseguirán que esta película no deje indiferente a nadie. Una de las mejores películas clásicas del cine mejicano, una pequeña joya que hace gala a su nombre.

 

El barón fantástico (1961) — Karel Zeman

Escribía Ambrose Bierce que la diferencia entre el selenita y el lunático era que el primero era habitante de la Luna y el segundo era habitado por ella. El barón fantástico (Zeman, 1961) no es la única versión cinematográfica sobre la novela atribuida a Rudolph Erich Raspe (1781), que narraba los desvaríos de Karl Friedrich Hyeronimous, el barón de Münchhausen. La más popular es obra de Terry Gilliam (1988) y comparte con aquella el mismo principio: el enfrentamiento entre la razón y la fantasía. La película de Zeman comienza con el barón confundiendo a un astronauta (Tonik) con un selenita al que acusa de guiarse por una lógica demasiado estricta, por lo que decide llevarlo a la Tierra para que observe otras tradiciones que se apartan del pensamiento técnico. Lo que en ella ocurre no tiene nada que ver con el sentido común: todavía hay damiselas en apuros como en la literatura medieval, los caballos bucean como hipocampos y las ballenas engullen galeones igual que si fueran plancton. Este episodio y el viaje a la Luna aluden a Luciano de Samósata, pionero de la ciencia-ficción que criticaba a los historiadores por fabular demasiado; aquí se dice que nunca se fabula lo suficiente. Poco a poco en el pecho de Tonik se abre una brecha y penetra el imaginario mágico en sus reflexiones científicas: hacer volar con pólvora una torre para que se convierta en cohete, por ejemplo. El derroche visual es incomparable: perspectivas pictóricas a imitación de los grabados del siglo XIX (inspirados en Gustave Doré), pregnancias, coloreado sobre fotogramas, animaciones stop-motion, etc. Todo ello remite a un cine que no tiene que ver con el hiperrealismo, sino al ilusionista como el de Méliès o Segundo de Chomón, es decir, al que todavía era un poco lunático.

 

Carretera asfaltada en dos direcciones (1971) — Monte Hellman

Al hilo del enorme éxito que obtuvo allá por finales de los sesenta la mítica Easy Rider surgieron una serie de películas de carretera en las cuales los protagonistas se embarcaban en un redentor viaje existencialista lejos del mundanal ruido en busca de la libertad que coartaba el contacto con una sociedad materialista carente de valores. Una marcha en la que los viajeros desconocían lo que les iba a deparar el destino final de la odisea iniciada. Carretera asfaltada en dos direcciones es la obra de referencia que floreció en aquella época, transcendiendo a su propio género para convertirse en una obra con personalidad propia dotada del espíritu indomable y libre de su creador, el legendario cineasta de cine independiente Monte Hellman. Pieza de museo de la contracultura norteamericana, Hellman diseña una cinta nihilista, anárquica, en la cual el argumento carece de importancia, despoblando la obra de artificios y adornos para la galería para narrar la historia de dos individuos —de los cuales no sabemos ni su nombre— que se dedican a recorrer las carreteras de la América profunda a lomos de un potente Chevy 55 para participar en carreras ilegales. Durante el rutinario viaje emprendido, los dos outsiders se toparán con una serie de individuos —siendo especialmente destacable el del apostador automovilístico interpretado por Warren Oates— que alterarán su monótona existencia, si bien Hellman mantiene un estilo trascendental y aséptico inusual en el cine comercial americano. La carretera es el personaje principal de una obra que hace gala de un ritmo pausado y contemplativo, colmado de silencios y puntos muertos que elevan el tono filosófico de la misma hacia el Olimpo del cine de autor, sirviendo de muestra de la desorientación y vacío existencial que existía en la sociedad americana de los años setenta carente de referentes sociales y políticos, y cuyo futuro crepuscular se mantiene vigente en nuestros días.

 

Llamad a cualquier puerta (1949) — Nicholas Ray

Es una película de cine negro, pero no es cine negro. Es un drama judicial, sin ser una película claramente adscrita a este género. Es una tragedia social, aunque los esquemas dramáticos no forman parte de los cimientos paradigmáticos del film. Es una película narrada a través de flashback, sin que seamos conscientes de ello. Es Shakespeare hecho cine sin hacer referencia fielmente al maestro de la literatura del siglo de oro. Para mí Llamad a cualquier puerta es la película total, un ejercicio de estilo con el sello de un Nicholas Ray en estado de gracia en su segunda película como director. Porque Ray plasmó en esta obra cumbre del cine su mirada profundamente pesimista y romántica de una sociedad americana repleta de imperfecciones incapaz de mirarse al ombligo y a la cual fácilmente se la puede engañar aun cuando nuestras convicciones luchen vigorosamente por salvaguardar los mandamientos que sustentan un sistema desesperanzador incapaz de dar cobijo a los desheredados de un régimen basado en las apariencias que promete un futuro imposible de alcanzar para una amplia minoría de su población. Sin lugar a dudas tenemos frente a nosotros el reverso tenebroso de Doce hombres sin piedad, firmada con el estilo siempre fascinante del director americano. En ella encontraremos la que para mí es la interpretación más acertada en la carrera de Bogart —quizás junto con la que ejecutó en otra maravillosa película de Ray: En un lugar solitario—. Una obra que demuestra que la defensa a ultranza de los cimientos de nuestras certidumbres no siempre son justas, puesto que aunque no lo queramos reconocer en aras de defender nuestra estabilidad moral, la maldad habita en los lugares más insospechados enterrada por la imperceptible máscara del odio y el inconformismo.

 

Nubes flotantes (Nubes pasajeras) (1955) — Mikio Naruse

El cine de Naruse, al igual que otros maestros japoneses de la época como Ozu o Kurosawa, posee la admirable virtud de convertir lo corriente en algo extraordinario. Si bien, una constante frecuente en su película es situar en el eje central de acción a mujeres abnegadas que han aceptado su destino y su tormento, en este film se decanta por ofrecer un relato duro y trágico que muestra, como pocos, la devastación, el pesimismo y la ruina moral del Japón de posguerra. Resulta especialmente relevante el estilo de filmación de Naruse, contrario o distópico a los cánones frecuentes de los realizadores anteriormente mencionados. Planos cortos, rápidos y fluidos a través de un montaje “invisible” que armoniza sobremanera el relato. Del mismo modo, en su cine adquiere especial relevancia las miradas y el lenguaje corporal, a veces incluso relevando los diálogos a un segundo plano, fruto de su densa formación en el período de cine mudo, que caracterizó posteriormente su técnica.

Cineasta reflejo de intimidades y universos femeninos, Naruse refleja la austera realidad de la posguerra como un susurrado cuento agridulce donde el drama y el optimismo de la voluntad se entrecruzan y conviven, alejándose del agravado maniqueísmo que en ocasiones ha mermado el melodrama bajo el modo de representación institucional cinematográfico.

 

La espada del mal (1966) — Kihachi Okamoto

En Japón se cuenta la leyenda de que las espadas forjadas por la familia Muramasa estaban poseídas por el demonio. Así se hacía coincidir el arma con el mal, que es precisamente la función que tiene el mito cuando el lenguaje se vuelve insuficiente: sobredeterminarlo. La espada del mal (Okamoto, 1966) cumple con el mismo propósito a través de una narración tautológica: para empezar, el título, pues lo diabólico está implícito en los instrumentos de muerte. Todo cae bajo el influjo de la espada, un vórtice que absorbe crímenes y pecados y no deja escapar ni un rayo de luz de su propietario, un Ryunosuke (Tatsuya Nakadai) que va ahogando, como una serpiente enroscada, cuanto está a su alrededor, en círculos que abarcan lo más próximos y lo más lejano: desde su clan y su familia a todo el Japón y el sistema feudal, en plena decadencia (1860) y a pocos años de la Restauración Meiji —véanse las cómicas escenas de The Hidden Blade (Yamada, 2004)—. «La espada es el alma y si el alma está corrompida, la espada también», sentencia Shimada (Toshiro Mifune) tras sembrar de cadáveres la nieve, todavía un elemento de pureza que funciona como el paralelo virtuoso —pero también negativo— de los asesinatos de Ryunosuke. En la brutalidad de este, de hecho, confluyen todos los acontecimientos de una turbación generalizada que solo encuentra refugio en la venganza. Incluso el uso del blanco y negro para el claroscuro —el paroxismo de esta técnica es Shura (Matsumoto, 1971)— tiende a hacer de las sombras un matiz del negro dominante. Hay dos escenas clave para entender la psicología de un hombre cuyo rostro es, casi siempre, una máscara: una elíptica, a caballo entre el segundo y el tercer capítulo. La otra no acaba.

 

Tren de sombras (1997) — José Luis Guerín

A medio camino entre el documental y la ficción, José Luis Guerín recrea los últimos momentos en la vida de Gerard Fleury, un abogado burgués que falleció en extrañas circunstancias cuando salió de casa en busca de la luz adecuada para completar la filmación de un lago. Tren de sombras es una película que actúa como metáfora del cine o, mejor dicho, sobre cómo se concibe el cine cuando solo es una imagen idealizada preicónica. En ella se dan todos los procesos: la observación, el rodaje, la puesta en escena, el montaje y, sobre todo, el placer de la mirada que nos enseña a descifrar historias que se esconden detrás de un gesto, una actitud o la propia mirada. Trata del hecho cinematográfico, de esa observación de la vida situada en un tiempo y un espacio, y su posterior selección, que a su vez quedará fijada e inmortalizada en un soporte como testigo silencioso, como mirada perdida.

Como diría Tarkovsky, la imagen cinematográfica solo será realmente cinematográfica si se mantiene la condición imprescindible de que no sólo viva en el tiempo, sino que también el tiempo viva en ella, y además desde el principio mismo, en cada una de las tomas. El realizador español rinde homenaje a esta función y muestra, a través de sus imágenes, cómo el cine es capaz de integrar otras formas de representación artística: el teatro, la fotografía o la pintura.

 

El muelle de las brumas (1938) – Marcel Carné

Un ambiente turbio recibe a un hombre cualquiera que busca la huida tanto como la soledad. Es lo único que necesita Marcel Carné para identificar al individuo en la sórdida realidad, consiguiendo que la rudeza de los personajes y los platónicos ojos de una muchacha nos descubran esta ciudad donde todos han terminado por alguna razón. Junto a su fiel guionista Jacques Prévert, un joven Carné adapta la novela Le quai des brumes dentro del realismo poético francés, dando pie a las recias interpretaciones de Jean Gabin y Michel Simon junto a la belleza de la debutante Michèle Morgan. La sencillez asola a personas tristes, sin nada que perder, que se refugian en la casa de Panamá donde la misera de cada uno es bien recibida y la franqueza da paso a los encuentros inesperados entre desconocidos. Un viejo miserable que no sabe compartir, un artista atormentado por no poder captar la abstracción de lo real, hombres jugando a ser mafiosos sin valentía y un simple «te miro, me gustas» con la boca llena, la perfecta empatía con un hombre al que tan bien le sienta el uniforme, que llegando de un barco entre brumas, doblegará su inicial idea de desaparecer cuando ve que con ella puede disfrutar de unas horas de compañía, dos soledades unidas en un muelle oscuro, nocturno, difuminado en el horizonte. La joven dama que no conoce el amor, el verdadero calor humano, junto al hombre que olvidó amar y lo que significa el propio respeto. Una película en la que los perdedores así seguirán hasta la despedida, aunque para los demás nos resulten inolvidables.

 

Trust (1990) — Hal Hartley

Hal Hartley fue uno de los nuevos directores que asomaron a inicios de los noventa y dieron forma a eso que se llamó el cine independiente americano. Mientras que casi todos sus componentes terminaron abandonado en mayor medida los nuevos aires de los que hicieron gala por el precio de la fama, Hartley ha quedado como el más olvidado, pero también el más insobornable. De toda su obra, Trust es la más emblemática para comprender su cine. En ella Hartley construía un relato apoyado en sus típicos personajes perdidos acompañados de frescos diálogos para acabar dando forma a una maravillosa obra, que podría considerarse como una radiografía de la sociedad del momento. Influido por los europeos y en especial la Nouvelle Vague, su creador edificaba una obra armoniosa que algunos han resumido como «una peli con personajes que hablan y fuman». Y aciertan. Pero hay mucho más.

La historia tarda en tomar forma. No parece que vaya en ninguna dirección. Nuestros protagonistas pasean, definen el amor sin decir palabras pomposas, hablan sin escuchar a otra gente, buscan un bebé entre gabardinas y juegan con una granada en un baile de miradas, gestos y pequeñas acciones siempre apoyadas desde la cámara. La dirección es brutal y sencilla, con un guión que se deja mecer por la cámara en todo momento, enseñándonos una tierna, mordaz e irónica historia de personajes perdidos que intentan encontrarse mientras huyen de la alienación de la sociedad. Una mezcla única entre melodrama y comedia romántica bañada en un surrealismo único, con unos personajes descritos con mucha ternura. Maravillosa.

 

Cuando pasan las cigüeñas (1957) — Mikhail Kalatozov

A priori puede parecer raro que una película ganadora de la Palma de Oro en Cannes, el festival de cine por excelencia,  pueda estar considerada como maldita, y más cuando es una de las pocas películas soviéticas que lograron ser difundidas en EEUU en plena guerra fría. Pero si tenemos en cuenta su difusión actual,  su inclusión en tops o ranking y el desconocimiento entre el amante al cine, no solo de esta película sino de toda la obra de Kalatozov, tildarla de maldita, parece algo justo para esta obra semi-olvidada.

En este grandísimo drama romántico, tenemos a Veronica y Boris, dos amantes moscovitas que tienen que afrontar una separación forzosa, tras la entrada de la URSS en la Segunda Guerra Mundial. Historia triste que se centra principalmente en la lucha que Veronica emprende mientras espera con paciencia y esperanza, pero también llena de debilidades y dudas la llegada de su prometido. Más allá de esta preciosa y triste historia de amor, me gustaría resaltar  la brillantez técnica que alcanza muchos de sus planos, encuadres y escenas. Cincuenta años después, la película sigue siendo impresionante: El ascenso en la escalera, la ensoñación justo antes de la muerte o el recibimiento a las tropas tras el fin de la guerra son escenas llenas de fuerza,  con una destreza, precisión y lirismo propio de un genio.

 

Ménilmontant (1926) — Dimitri Kirsanoff

Si hay un elemento destacable en Ménilmontant (Kirsanoff, 1926) es su incesante capacidad de asombro. No sólo porque es capaz de aunar con alegre armonía elementos tan dispares como el montaje sóvietico —el inicio del film podría haber sido firmado perfectamente por Eisenstein—, el realismo poético —que, contra todo pronóstico, alcanza cotas elevadísimas en un pequeño trozo de pan con chorizo— y la total ausencia de intertítulos explicativos —hecho terriblemente significativo ubicando la película en su contexto—, sino porque nos descubre, en apenas treinta y siete minutos, que el cine también tiene mucho de instinto y de talento, más allá de la farragosa teoría. Kirsanoff, que empezó en esto del cine sin conocer apenas la técnica, da una lección magistral en su segundo trabajo, además de erigir un sello personal que sería una constante en sus trabajos posteriores, como Rapto (Kirsanoff, 1934). Rompe con la narrativa tradicional, utiliza fundidos y primeros planos para realzar no sólo la belleza de sus personajes, sino también para realzar su dolor, el verdadero motor de Ménilmontant. Un dolor que, en esta ocasión, tiene rostro y nombre: Nadia Sibirskaia, en un tour de force resuelto sin atisbos de sobreactuación —destacable rareza también. Así pues, y salvando las distancias, Ménilmontant, como ejercicio narrativo (y de vanguardia) se eleva hasta dos de las cumbres del cine silente, La pasión de Juana de Arco (Dreyer, 1928) y Amanecer (Murnau, 1927), compartiendo además con la primera el recurso narrativo del uso del primer(ísimo) plano y con la segunda la idea de urbe versus ruralía, siendo la ciudad una vieja y decrépita prostituta que hace emerger todos los males humanos.

 

La doncella (1960) — Kim Ki-young

Una de las pocas muestras de cine clásico coreano que se conservan y una de las películas favoritas de Martin Scorsese, el cual se encargó de financiar la restauración de la misma, La Doncella es una película inclasificablemente malsana que utiliza una miscelánea de géneros que incluyen el drama, el cine negro y el terror psicológico para fustigar  al espectador a través de una estimulante sensación de malestar que está al alcance de muy pocas obras. Con claras referencias al cine de  Hitchcock  más retorcido y al más puro estilo de El Sirviente de Joseph Losey, Kim Ki-young  elabora un plato de cine fascinante dibujando una de las femme fatales más siniestras de la historia del cine que será la causante de  un viaje a los infiernos de una familia conservadora perteneciente a la pujante clase media coreana a los que hará sufrir una auténtica pesadilla sádica impregnada de una atmósfera claustrofóbica y asfixiante. Nos encontramos ante un diamante en bruto del cine mundial que hay que reivindicar y al que obligatoriamente deben acercarse los curiosos que deseen probar un cine diferente generador de sensaciones fuertes. Su visionado no dejará al público indiferente gracias a un planteamiento degenerado que hará las delicias de los aficionados dispuestos a sumergirse en las perversas profundidades de la mente humana.

 

El hombre que ríe (1928) — Paul Leni

Dirigida durante los últimos años de su carrera, justo cuando Paul Leni se encontraba a las puertas de Hollywood, El hombre que ríe es una adaptación de la novela homónima de Victor Hugo capaz de dar forma y comprimir algunas de las características del expresionismo alemán (lugar del que procedía el autor de El legado tenebroso) para sumergirnos en la historia de Gwynplaine, un pequeño que después de ser sometido a una operación quirúrgica que dibujará por siempre jamás una sonrisa en su boca, encontrará, con un bebé en sus brazos, cobijo bajo la caravana de Ursus; todo ello tras quedar huérfano debido a la muerte de su padre en manos de un malvado Rey y su bufonesco ayudante.

Lejos de transformarse en uno de tantos relatos donde, con la maduración del muchacho, se nos citará en el contexto perfecto para que el protagonista pueda urdir su venganza, Leni prefiere centrar su relato entorno a la humanización de la figura de Gwynplaine, un personaje que se recluirá en su entorno, formado por el propio Ursus y la bella Dea, únicamente dejándose ver en sus actuaciones para el espectáculo ambulante de su cuidador. En ese marco, Leni construye un relato pausado que busca huir de la acción para fomentar una relación, la de Dea y Gwynplaine, que funcionará como eje del film construyendo entorno a él un poderoso y crudo drama romántico donde, ni el acercamiento en sus minutos finales a un cine quizá más desposeído de esas cualidades que venían rodeando la obra, ni la ruptura de un tono decididamente más terrenal para forjar una conclusión consecuente, logran diluir ese profundo halo, y todavía menos la interpretación de un Conrad Veidt que ya ha quedado grabada a fuego en la retina de más de un espectador por méritos propios.

 

Satanás (1934) — Edgar G. Ulmer

Aunque inscrita dentro del ciclo de films de terror que la Universal llevó a cabo en la década de los 30 (Frankenstein, Drácula, La momia…), Satanás sobresale y se reafirma en su propia singularidad al prescindir de los conocidos estilemas góticos empleados en las películas mencionadas para, en su lugar, construir su personalidad estilística a partir de una puesta en escena mucho más fría y cerebral, que antes que al territorio gótico prefiere tornar la mirada al art deco, el modernismo arquitectónico y la refinada línea clara del arte de vanguardia de principios de siglo. La confrontación entre la precisión de su trazo visual (sustentada en un trabajo de cámara geométrico, de una elegancia impecable y estilizadísima) y el fulgor romántico y fatalista de su núcleo dramático provocan que Satanás aparezca, en última instancia, como una de las películas de terror más fascinantes y extrañas de la Historia del Cine.

El elemento clave de este thriller místico y poético es la propia mansión en la que transcurre la acción, alejada del clásico castillo con mazmorra del cine gótico y llena de vibraciones esotéricas y diabólicas. Entre sus paredes ha ido creciendo el odio y el rencor que su dueño (Karlof, en una de sus mejores interpretaciones) ha ido acumulando a lo largo de los años. La llegada de una joven pareja y de Lugosi desencadenará la venganza del personaje, llevada a cabo en un marco en el que clasicismo y modernidad se fusionan admirablemente, logrando momentos de un lirismo perturbador, como la visita a la sala donde yacen las “bellas durmientes”. En definitiva, una obra mayor y enfermizamente romántica de uno de esos autores clave de la serie B, aún hoy aún poco conocido y valorado pese a la reivindicación de los cahieristas allá por los años 50.

 

Nadie puede vencerme (1949) — Robert Wise

El noir, como género, pudo agotarse argumentalmente. Su universo, cerrado al cliché acabó por devorarse a sí mismo, como un gran agujero negro. No obstante, el noir nos legó algo más importante: su capacidad de romper, en cierto modo, con el patrón estético del clásico americano y ser un vehículo formal flexible, adaptable a otros géneros. Este es el caso de Nadie puede vencerme, aparentemente en lo estético un noir sobre los bajos fondos del mundo del boxeo pero que argumentalmente va mucho más allá. Jake La Motta, Rocky, Charlie Davis, nombres asociados al boxeo en el cine con algo en común: su historia es la del ascenso a la gloria y su caida posterior. Robert  Wise, en cambio, nos narra la historia de alguien que nunca ha olido ni tan siquiera de cerca las mieles del triunfo. La historia de Bill Stoker, un hombre al que solo le queda su orgullo.

Robert Wise nos ofrece ante todo un retrato de la condición humana, centrándose especialmente en primeros planos de los personajes para describir la miseria moral de los mismos, su hipocresía, su animalidad. No hace falta artificio, solo una puesta en escena que se acerca al neorrealismo por su tratamiento de la realidad, un acercamiento al ring cercano al verismo de la retransmisión televisiva y como no la magistral interpretación de un Robert Ryan que otorga la profundidad dramática necesaria. Nadie puede vencerme, es una película humanista, preocupada ante todo por reflejar y denunciar la decadencia de ciertos valores, pero al mismo tiempo preocupada por añadir un toque de esperanza, no mucha, para no caer en lo ilusorio, sobre la victoria del amor. Una obra imprescindible por su mensaje y por entender que la estética de un género no es un cárcel sino que puede trascender, ir más allá, ser libre.

 

Bonus:

Out 1, noli me tangere (1971) — Jacques Rivette, Suzanne Schiffman

El filme más maldito y vanguardista de Jacques Rivette vuelve a introducir varios de sus temas recurrentes: el complot, la dualidad entre la realidad y la representación, el individualismo frente al colectivo, y las sociedades secretas; llevando sus experimentos con la improvisación hasta las últimas consecuencias, sin guión previo y dando a los actores sólo unas directrices sobre la historia, otorgándoles un rol en la creación mucho más activo de lo acostumbrado. La película, irreverente y perversa como pocas, hace gala en algunas fases de una narrativa indescifrable plagada de multitud de citas y referencias literarias, como sucede en la conferencia que se marca un divertido Eric Rohmer en un cameo el rol de un experto en Balzac. Rivette es un autor obsesionado con el concepto de la puesta en escena en el cine desde sus tiempos de crítico en Cahiers, pero en esta incendiaria ocasión (la cinta dura más de doce horas) muestra un evidente desinterés por las formas, dotándola de un marcado aire documental como hizo en L’amour fou. En el plano interpretativo destacan las actuaciones de Léaud y Berto, posiblemente las más juguetonas de su carrera (se percibe que disfrutaron como niños con la oportunidad de influir claramente en la construcción de sus personajes). Pese a que haya que armarse de paciencia durante las primeras horas por la presencia importante de unos ensayos teatrales dominados por sonidos guturales y ejercicios iconoclastas aparentemente incoherentes, su segunda mitad, donde todo se interconecta, resulta muy gratificante. En la parte final ambas narrativas comienzan a dispersarse y el director francés recurre a algunas licencias muy psicodélicas, enmarañándose de tal modo que provocan el desconcierto generalizado. Un delirio muy hermético que si te atrapa no te soltará hasta tiempo después de su visionado, que además ofrece un fiel retrato de su época (fue rodada en 1971).

 

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