La mejor manera de andar (Claude Miller)

Locuras privadas

Ritch C. Savin-Williams1, a propósito de la adolescencia gay en este nuevo milenio, comentaba que «los adolescentes, de forma progresiva están redefiniendo y reinterpretando su sexualidad y ocupándose de ella de otras formas, de tal manera que poseer una identidad gay, lesbiana o bisexual prácticamente no tiene significado alguno. (…) Se está abandonando la idea de “gay” como característica destacable o identificadora: ha perdido su definición.»

La primera película de Claude Miller, La mejor manera de andar (1976) resulta muy interesante justamente porque somete a tensión cualquier voluntad que busque categorizar a los personajes. Miller balancea constantemente su filme entre afirmación y negación. Todo parece muy clarificado para que acto después acabe notablemente borroso. Ninguno de los dos personajes principales masculinos podría definirse como gays y, sin embargo, entre ellos se mantiene una constante y turbulenta energía libidinal de corte claramente homoerótico que nunca llega a materializarse. Las etiquetas, por fuerza, se suspenden, campo en el que Miller pone a prueba una masculinidad que se presenta desde un primer momento como sesgada en dos campos, para después negar que esa división sea tan rotunda o tan obvia.

Nos encontramos en un campamento de verano en 1960, compuesto exclusivamente por monitores y niños. Este universo cercado exclusivamente a lo masculino y que además es un entorno aislado y lejos de la ciudad enseguida se convierte en una olla a presión. Estas características específicas que remiten a una concentración y a una intensidad relacional, muy similar a las que pueden darse en el ejército, son también las que acentúan que el conflicto acabe adquiriendo un mayor vigor y espesor.

Cuando Slavoj Žižek2 se preguntaba por qué el ejército se negaba a aceptar a homosexuales entre sus filas, su respuesta no se encontraba en cuánto supone de peligro para la institución, sino que, en realidad, «la comunidad militar se basa en una homosexualidad frustrada/repudiada, que constituye el elemento primordial de los vínculos de virilidad que unen a los soldados». Eso es justamente lo que sucede en La mejor manera de andar.

El título de la película proviene de la marcha (con evidentes reminiscencias militares) que Marc (Patrick Dewaere) efectúa con el grupo de niños que tiene asignado3. Mientras que él se encarga de actividades exclusivamente deportivas, Philippe (Patrick Bouchitey) —que además es el hijo del director— se ocupa con los suyos de montar una obra de teatro. Mientras que Marc es rudo y encarna con sus claros atributos la función del “macho” (cabrío) —lo que implica también que sea el líder del grupo de monitores—, Philippe es delicado y con una sensibilidad y preocupación por la cultura. Siempre lee libros y cuando sus compañeros están jugando a cartas él prefiere ver Fresas salvajes (Smultronstället, Ingmar Bergman, 1957).

La primera aparición de Philippe en la película se corresponde con un primer plano de su cara mientras mira con evidente cariño a uno de sus chicos disfrazado como princesa (en el más puro espíritu del teatro isabelino), para la función que están ensayando. Es una toma también premonitoria. Marc, accidentalmente, descubrirá a Philippe maquillado, vestido y caracterizado como una mujer. Ese secreto compartido será el punto de partida para que se establezca una relación entre ambos de atracción fatal (y no necesariamente sexual). A partir de aquí, la ambigüedad y lo tumultuoso será la nota constante a lo largo de todo el filme, con esquinados y afilados diálogos siempre cargados con doble sentido.

En este contexto, La mejor manera de andar se beneficia de un momento histórico determinado donde lo gay, cinematográficamente hablando, no estaba tan tipificado y caracterizado como lo puede estar hoy. Y aquí es conveniente precisar. Hablo de lo gay. No de lo “marica”, algo que sí existía antes de los años 70 o de aquello que es conocido como era pre-Stonewall4.

En esa indefinición, que se correspondería con los inicios en los que el cine francés trata frontalmente la sexualidad no normativa 5, paradójicamente, el filme acaba encontrando su vigencia contemporánea, ya que en su dispersión de lo estable y en esa voluntad de difuminar las creencias en torno a lo masculino, Miller reinterpreta la sexualidad y escapa de las definiciones identificatorias, esas mismas que los adolescentes de nuestra contemporaneidad, según Ritch C. Savin-Williams, niegan atribuirse para ellos mismos.

Es un fenómeno parecido a la polisemia que adquiere el término anglosajón ‹queer›. Si en una primera instancia se puede traducir como el insulto de marica, en una reapropiación del concepto por parte del colectivo LGTBI y a partir de que entran en acción los círculos académicos para teorizar las manifestaciones culturales de este signo, se carga de contenido político y activista y define mucho mejor todo aquel cine ‹underground› que circula por los márgenes del mainstream, antes que el cine parametrizado y estandarizado que da una presencia y visibilidad a lo gay y que se realiza a medida que se van alcanzando mayores cotas de aceptación en el seno de la sociedad. Mi teoría es que hemos llegado a un punto en el que hoy en día apenas se puede hablar de cine ‹queer› porque largometrajes tan desestabilizadores como La mejor manera de andar ya no se realizan.

Pero, además, es una película que, en nuestros tiempos, sería imposible concebirla de la misma forma. Primero de todo, porque sería políticamente incorrecta. Los guardianes de la (correcta) representación no aceptarían de buen grado que Philippe, el aparente personaje gay oculto que trata de seducir al macho alfa Marc, sea caracterizado de una forma tan estereotípica. Pero la virtud de Claude Miller es justamente poner en tela de juicio ese dibujo que se nutre de clichés para desmontarlos. Porque, a medida que avanza el filme, el que más claramente manifiesta una inclinación homosexual (reprimida) es Marc y no tanto Philippe que tiene novia y el travestismo responde a un fetichismo más que a una tendencia erótica. Por lo que Philippe actúa como catalizador de esos deseos subrepticios que Marc trata de negar y reconocer. Philippe está angustiado por esa masculinidad feminizada que los demás le atribuyen. Porque se cuestiona su hombría y eso es lo que le hace fracasar frente a su novia. Pero en ningún momento se compromete su identidad sexual, aunque así lo parezca, aunque eso parecen pensar los demás con los chascarrillos e indirectas. Así que lo que se batalla en él es una lucha de poder encarnizada —el débil frente al fuerte— y ahí es donde atiranta todo lo posible a Marc.

La segunda noche en la que Philippe visita a Marc a su habitación, el primero juega con el segundo y le dice que ha pensado que los grupos de niños no deberían estar tan aislados cuando Marc está deseando tener relaciones con él y le empuja a que se lo diga claramente, algo que Philippe evita decir. Basten como ejemplo estas frases que intercambian:

— Si somos amigos podemos hacernos favores — cuando Marc lo dice se le acelera la respiración y se percibe que le cuesta decirlo.
— ¿A qué te refieres?
— No lo sé. No lo sé todavía — Marc recula porque el otro no reacciona como esperaba.

Y segundo, es muy difícil que se plantee en la actualidad como entonces porque es una película que, salvo honrosas excepciones, rompe toda domesticación en la que los términos de sexualidad han quedado fijados en el cine. Y para más inri rompe la tendencia generalizada en la que todo tiene que ser explícito y dicho. En muchas ocasiones, con una pretendida ruptura de los tabús lo que se consigue realmente es una banalización que refuerza convenciones simplistas, aparte que se acaba saboteando toda profunda indagación sobre los complejos y laberínticos mecanismos del deseo. Hoy en día lo que abunda son películas dóciles y tranquilizadoras6 que se disfrazan de transgresoras. Muy pocas se sumergen en esa zona gris llena de equívocos, pasajes ocultos y multidireccionales, donde nada se pronuncia para decirlo absolutamente todo. Donde no se dan respuestas, sino que se plantean como un interminable vivero de interrogantes. Que incomodan – ¿cuántas películas de hoy tienen esa capacidad? – porque realmente sí son subversivas y están socavando estructuras que en apariencia son fijas e inamovibles. La mejor manera de andar atesora esa habilidad y por eso merece la pena rescatarla del olvido o del prácticamente exilio de lo antiguo, donde muchas películas han acabado en un escenario de invisibilidad porque no cumplen con el canon de aquellas películas que deberías ver.

1 Savin-Williams, Ritch (2009): La nueva adolescencia homosexual. Madrid, Editorial Morata, pág. 13.

2 Žižek, Slavoj (2011): El acoso de las fantasías. Madrid, Editorial Akal, pág. 33.

3 Lo que cantan mientras van a paso ligero por el patio del recinto es: «la mejor manera de caminar es la nuestra. Un pie delante del otro.»

4 Dyer, Richard (2001): The Culture of Queers. Routhledge.

5 Salvo las notables excepciones de la fundamental y excepcional Un chant d’amour (Jean Genet, 1950), las películas de Jean Cocteau, parábolas llenas de resonancias y de metáforas, o una sorprendente Les amitiés particulières (Jean Delannoy, 1964), serán los 70 donde el cine francés empieza a expresar la cuestión homo en películas como Les amis (1971) y Un enfant dans la foule (1976), ambas de Gérard Blain o la más ‹queer› de todas: Johan (Philippe Vallois, 1976).

6 Por mucho que traten de presentarse como lo contrario estos largometrajes reafirman con talante conservador y rozando la intolerancia aquello que tradicionalmente se ha considerado como perverso, véanse largometrajes como Desde allá (Lorenzo Vigas, 2015) o Demonios tus ojos (Pedro Aguilera, 2016).

Manu Argüelles
@manuargu
(Cine Divergente)

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