La felicidad nunca viene sola (James Huth)

La comedia romántica auspiciada por un cineasta que hasta el día de hoy no había probado más allá de la comedia con un fracaso tras otro adquiere un tono distinto en La felicidad nunca viene sola que, sin necesidad de renovar el género o alcanzar grandes cotas, reformula unos códigos agotados hasta la extenuación dirigiéndose a uno de esos imborrables patrimonios que, prácticamente desheredado hoy en día, frecuentó este formato de cine con éxito hace décadas. En efecto, hablamos del ‹slapstick›, un tipo de comedia que se ha ido desarraigando cada vez más probablemente porque el género donde habitó haya sido el más cambiante a lo largo de toda la historia del cine, pero James Huth lo acoge con fuerza y desvergüenza; en su mirada no encontramos la prudencia de un tipo que sabe que probablemente podría estar dando pasos en falso, sino más bien la desmesura de aquel que se divierte a lo grande jugueteando con el artefacto que tiene entre manos y cuyas cualidades no restan un ápice de efectividad al resto de atributos que se perfilan en la obra como los verdaderos anclajes de un trabajo inconsciente tras el que nadie parece pretender asumir el riesgo de elevarse un escalón más, restando efectivos a un romance tan sano como sencillo y sintético.

Entre esos atributos nos topamos con una fantástica pareja protagónica que parece sumirse en esa arrebatada inconsciencia con que el cineasta galo empapa su cinta: no tienen miedo a ser golpeados, a enseñar partes íntimas o a ser zarandeados por tres críos que aquí acontecen parte del problema, si con ello consiguen la sonrisa cómplice de un espectador desacostumbrado a esos porrazos y cabriolas. Entre tanto golpe, encontramos a una Sophie Marceau que se deja maltratar como si su esbelta figura todavía no pasase de la cuarentena, aunque por su forma de lucir absolutamente cada vestido podría decirse que apenas se aleja de la treintena, y otorga un auténtico recital de trompazos para ofrecer una imagen más acorde con su compañero de reparto. Él, Gad Elmaleh, responde a la torpeza de su compañera con ese amedrentado aspecto que aquí malea a la perfección convirtiéndose en el perfecto galán y sorprendiendo a la parroquia con una de esas interpretaciones dignas de elogio, que ponen a un actor al que uno sólo era capaz de imaginar en películas como Un engaño de lujo o El juego de los idiotas en un panorama que raramente pisará de nuevo, desgraciadamente para el que esto escribe.

El estilo visual combina a la perfección con unas secuencias de ‹slapstick› que se revelan tan frescas como extraño resulta que hoy en día algo así pueda serlo, pero es que la pericia del realizador al plasmarlas en pantalla es tal que ya sea por la perfecta planificación de momentos que resultan tan ágiles como divertidos o por la sensación de estar presenciando un espectáculo que bordea lo extravagante sin necesidad de tener que recurrir a unos secundarios a los que sólo acude Huth para cimentar reacciones que hacen avanzar una trama mil veces vista. Aquí es manejada como si su director llevase toda la vida tras la comedia romántica, es otra de las claves del funcionamiento de un film al que pocos achaques pueden hacérsele.

Entre ellos, es quizá la predilección de Huth por un conflicto que viene bordeando desde buen principio con temáticas de lo más dispares y su predisposición por zanjar cada pormenor con algún tópico sobresaliendo, el mayor problema, no terminando de redondear una obra en la que incluso el cineasta galo se atreve con un tanto de ironía y mala leche (más allá del ‹slapstick›) de vez en cuando que hacen de La felicidad nunca viene sola. Este es uno de esos títulos que difícilmente quedarán para el recuerdo, pero tampoco será fácil olvidar por eso de que saben airear el ambiente, levantar las miserias del género y esparcirlas como si no hubiera mañana en un intento ante el que se agradece ese aspecto liviano y esa apacible apariencia que a uno le acerca más al recuerdo de aquel disparatado entretenimiento que fue en alguna ocasión el cine, en el que las imperfecciones no hacían más que dar fe de la transparencia de un producto en el que la máxima era que el espectador terminase con una sonrisa en la boca.

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