La caza (Thomas Vinterberg)

El tema del abuso sexual ha sido, por lo general, uno de esos tabúes difíciles de superar por el espectador en lo que films nos referimos, y es que la televisión es un medio que se ha surtido en innumerables ocasiones de esa temática para dar a luz subproductos que aprovechan lo que nunca debió dejar de ser un asunto delicado. No obstante, el cine siempre ha ofrecido una oportunidad distinta de que sea tratado con la sensibilidad que requiere y pasando desde cintas menores pero maduras como El leñador, protagonizada por un fabuloso Kevin Bacon, hasta llegar a films de otro calibre como Juegos secretos, Happiness o incluso el fabuloso documental de Joaquín Jordá De nens le han conferido la oportunidad de obtener una óptica mucho más honesta y, por consiguiente, adecuada.

Vinterberg, en un alarde de valentía, se aleja en La caza de todas esas cintas que tomaron otras perspectivas para dotar de una retórica distinta a su obra, que bien podría acercarnos en su premisa a tantos otros telefilms pero sin embargo el danés, respaldado por un guión que le brinda Tobias Lindholm (autor del libreto de su anterior Submarino, además de haber debutado el pasado año en la dirección con A Hijacking, que ha obtenido no pocas alabanzas), se encarga de distanciar de esos parámetros con una dirección sobria que huye en todo momento de los recursos tan habituales en historias de esta índole, en cuyas virtudes no parecen creer ni los propios autores, llevándolas generalmente a un terreno infructuoso e insatisfactorio para el propio espectador.

De ese guión escrito por Lindholm destacan en especial la perfecta sutileza con que se desarrollan algunos instantes, así como el modo de manejar determinados detalles para dotar de una credibilidad a la obra que no se despega de esa crudeza implícita en un relato donde la condición humana queda expuesta ante una situación que rebasa con mucho los preceptos básicos de lo que significa convivir en sociedad. La perspicacia con la que maneja Lindholm el material que tiene entre manos queda demostrada en la génesis de esa coyuntura que llevará a Lucas, el protagonista, a iniciar un encierro voluntario en su propia casa: dos escenas bastan para dibujar causas y consecuencias del descontento que sentirá la pequeña Klara cuando se vea en cierto modo rechazada por su profesor tras darle ella un inocente beso en la boca, fuente del afecto que ha ido desarrollando por Lucas debido a como se vuelca él con cada niño, que desembocará en una respuesta negativa por parte de su profesor.

Lo que nos quiere dejar claro ante todo Lindholm es la inocencia de un protagonista que no se llega a poner en tela de juicio en ningún momento: más bien se le exonera ante un espectador que, aunque percibe hostilidad desde el momento en que entran en la ecuación una maestra sobreprotectora y una madre cegada por la situación que se le presenta ante sí, conoce cual es la realidad. Ello no es motivo para que la desconfianza y susceptibilidad empiecen a brotar en el pequeño pueblo donde vive Lucas y ejerzan una involuntaria manipulación que terminará por agravar el asunto, sólo encontrando apoyo en el padrastro de su hijo y en su propio descendiente que decidirá visitarle.

Todo ello conllevará prácticamente un desterramiento colectivo que bifurcará en vejaciones variadas justo en el momento en que Lucas empezaba a recuperar el timonel de su vida: había iniciado un acercamiento para poder tener a su vástago cerca de él tras la separación de su esposa, e incluso entablado una relación con una compañera del trabajo. Sin embargo, tras saltar a la luz la violenta noticia de que había podido mantener relaciones con la hija pequeña de su mejor amigo, generará consecuencias funestas no sólo resquebrajando esa sólida relación, sino también con el resto de un pueblo que tomará el camino del desprecio y la humillación para hacer pagar a Lucas una afrenta que ni siquiera se sabe si ha cometido, pues todo está basado en las maliciosas aunque inocentes palabras de una niñita que ni siquiera conoce el daño que está ocasionando, e incluso intentará enmendar su error en más de una ocasión, cuando no parezca haber redención posible para el protagonista del film.

Es La caza pues el título más idóneo posible para el séptimo largometraje de un Vinterberg que desde Submarino viene tratando temáticas mucho más cruentas, y que logra retratar esa irracionalidad de la que hace gala el ser humano, reaccionando visceralmente ante un asunto de matices tan graves, y procediendo así en la represión del individuo con la consiguiente incomunicación por el miedo a posibles represalias. Ante algo así, el cineasta danés no muestra atavíos en ningún momento: decide reproducir la realidad tal como es incluso aunque sobrepase “límites” (¿acaso existe algún límite en la conducta del ser humano?) que bien podrían poner en entredicho la naturaleza del propio relato, pero que no hacen más que acrecentar sus posibilidades en un marco donde los extremos parecen no tener lugar.

A todo ello, se une la interpretación de un Mads Mikkelsen al que por mucho que conozcamos ya de interpretaciones soberbias como la de Te quiero para siempre, Flame y Citron o incluso Pusher II, es imposible obviar en el papel de ese profesor señalado y maltratado, que tendrá su culmen en un par de secuencias, destacando el impresionante momento de la iglesia que es, desde ya y por méritos propios, uno de los mejores de la filmografía de Thomas Vinterberg, y sólo un peldaño más en la cima de un imprescindible título como el que nos ocupa.

Dura, demoledora, intensa e irrespirable, La caza logra lo que muy pocas habían llegado a conseguir hasta ahora: representar ese complicado entorno no únicamente como una consecuencia de la insensatez de la que podemos llegar a hacer gala, sino también como la atroz reacción de una sociedad en la que el perdón no parece resultar una alternativa factible. Son, de hecho, los últimos movimientos del guión de Lindholm los que reafirman que incluso ante la redención generalizada el imborrable estigma surgido ante una situación de ese calibre rara vez no perdurará, consecuencia de una colectividad que perdona, pero no olvida.

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