La casa del tejado rojo (Yôji Yamada)

A veces bastan diez minutos para saber con cierta precisión lo que nos puede deparar una película. La casa del tejado rojo pertenece a este grupo, ya que en sus primeras escenas sintetiza a la perfección lo que nos va a deparar el resto del filme. Narrativamente, se compone de tres líneas temporales: en el presente, Taki, la tía-abuela de Takeshi, ha fallecido y para sus parientes llega la hora de recoger sus objetos personales, entre los que se encuentra una autobiografía que había escrito recientemente; aquí saltamos a la segunda línea temporal, acerca de todo el proceso de redacción del mencionado texto por parte de la anciana con la ayuda de Takeshi y que actúa como vínculo narrativo para el tercero de los relatos, que se alza como el principal de la cinta; la historia, ambientada desde los años 30 hasta finales de la Segunda Guerra Mundial, de cómo Taki se convirtió en criada y el tiempo que pasó sirviendo a la familia Hirai, propietarios de una hermosa casa en Tokio que da título a esta obra cinematográfica.

El veterano cineasta japonés Yôji Yamada, conocido por ser el responsable de la longeva saga Tora-san (consta nada menos que de 48 películas), además de una interesante trilogía sobre samuráis (El ocaso del samurai, La espada oculta, Love & Honor), parte de la novela homónima de Kyoko Nakajima para hacer de La casa del tejado rojo un filme que rebosa vida por todos sus poros. A la interesante trama comentada anteriormente, que une un relato sobre las relaciones humanas con el antes y un después que supuso la Segunda Guerra Mundial para el país del sol naciente, se le une una delicada banda sonora y una fotografía que usa colores muy variados y ricos. Una realización agradable que desprende una clara intención de Yamada por transmitir un mensaje optimista y emotivo.

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No es complicado distinguir en La casa del tejado rojo algún rasgo cinematográfico que caracterizó al maestro Yasujiro Ozu, a quien el propio Yamada rindió tributo recientemente con Una familia de Tokio, remake/homenaje a Cuentos de Tokio. Si bien la óptica de este último dista bastante en cuanto a calidad de los estándares del autor de Primavera tardía, su retrato de una familia nipona aparentemente idílica pero que encierra muchísimas grietas en su interior se puede asemejar en cierta manera al de Ozu, salvando las distancias en cuanto al contexto social en el que éste desarrolló su obra respecto del que esta película trata en su mayor parte. En efecto, los años 30 en Japón fueron de un optimismo extraordinario, motivado por el impulso en la creación de un gran imperio y la grata recuperación económica tras la recesión mundial. Esto nos lo refleja bastante bien Yamada no sólo a través del cabeza de familia Masaki Hirai y su boyante empresa juguetera, sino a través de una serie de caracteres que durante la invasión de China y al empezar la Segunda Guerra Mundial se mostraban exultantes sobre las posibilidades del país, desconociendo por completo que la caída posterior sería durísima.

La película, por tanto, funciona a la perfección en lo que a calibrador del espíritu japonés se refiere, una cultura donde el servicio a su país imperaba sobre los intereses individuales y en el que el respeto era la vía para lograrlo. Aparece aquí el personaje de Shoji Itakura para trastocar un poco esta consideración por vía de una historia de amor que, resultando necesaria para la consecución final de la trama, por el camino deja ciertos sinsabores en relación a que ralentiza demasiado el avance de la cinta y, de alguna manera, traslada el protagonismo de la misma de una actriz a otra. Ello no impide que ambas, Takako Matsu y Haru Kuroki, lleven buena parte del peso dramático de la película con sus estupendas interpretaciones, que le reportaron a esta última un meritorio reconocimiento en la 64º Berlinale.

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La casa del tejado rojo parece una película ideal para todo aquel que quede embelesado por un buen drama familiar; el que nos propone Yamada, además viene marcado con tintes socio-políticos históricos más que relevantes y alberga entre sus entrañas una moraleja sobre cómo prejuzgamos a muchas personas que en el fondo tienen mucho que ofrecer y que contar. Sencilla, agradable, de buen gusto y sin trascender los límites que ella misma se autoimpone, cosa que lleva aparejado el dejar un poso de intrascendencia que sin duda le dificultará pertenecer a una categoría fílmica superior. Pero al fin y al cabo son unos gratos 136 minutos, que se van volando como las ilusiones del Japón post-bélico y que aportan varios granitos de arena más a la ya de por sí prolífica carrera de este octogenario cineasta.

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