Sesión doble: La calle de la alegría (1974) / Delicias turcas (1973)

Uno de esos subgéneros que por lo general no gozan de buena salud entre los cinéfilos, el cine erótico, llega a nuestra sesión doble para demostrar que se puede sacar partido de algo tan controvertido, y lo hace dirigiéndose a Japón, donde Tatsumi Kumashiro dirigía a mediados de los 70 La calle de la alegría, así como al Viejo continente, en el que el neerlandés Paul Verhoeven demostraba con su segundo film, Delicias turcas, que lo erótico puede dar mucho más de sí.

 

La calle de la alegría (Tatsumi Kumashiro)

La calle de la alegría

El Roman Porno fue la línea de producción elegida por la productora nipona Nikkatsu allá por finales de los años sesenta. Tras una época especializada en cine de acción de estilo cool y ante las penurias económicas que amenazaban con la desaparición del estudio, la productora japonesa dio un giro radical optando por realizar películas de tono erótico muy explícito dotadas de un enigmático virtuosismo técnico, las cuales se adaptaban a la perfección a los nuevos gustos de un público ávido de libertad sexual y política que logró avivar el resplandor de la Nikkatsu en la década de los setenta.

Sin duda Tatsumi Kumashiro fue uno de los principales exponentes de esta corriente artística con cintas tan estimulantes para los fans del erótico como El bosque húmedo, La mujer pelirroja o El éxtasis de la rosa negra, siendo La calle de la alegría quizás la película más poética, triste y fascinante de su sugerente carrera. La calle de la alegría es ante todo una declaración de amor, libre, erótica y nada encubierta a la obra póstuma del gran maestro del cine japonés Kenji Mizoguchi, esto es, la magistral La calle de la vergüenza. La cinta hace gala de planos que parecen sacados del film de Mizoguchi (como aquellos en los que las prostitutas, sitas a la puerta de un burdel anclado en una putrefacta calle de los suburbios de la ciudad, tratan de atraer hacia su local a los lujuriosos y somnolientos clientes) y al igual que en la obra maestra de Kenji, Kumashiro apuesta por lanzar una mirada compasiva y dignificante del universo que cimienta el espíritu de las sufridas meretrices moradoras de los antros japoneses.

Ambientada en los años cincuenta, justo en el año en el que el Gobierno japonés decidió abolir los burdeles que alojaban a las míticas esclavas del placer, la cinta narra en un tono que mezcla con acierto el drama con la comedia y las historias de short-cuts, la epopeya de cuatro prostitutas que habitan un mohoso y putrefacto burdel del Japón de los cincuenta. Kumashiro se apoya en unos magistrales benshi, que hacen las veces de cronistas de la historia, para relatar las vivencias de una prostituta que abandona el burdel para casarse con un joven campesino, pero que hastiada de su rutinaria nueva vida decidirá retornar a su antigua casa, las de otra geisha que tratará de batir el record de coitos con clientes distintos, las de una meretriz sin éxito que buscará reflorecer triunfos en otro burdel y por último las de una joven prostituta que trabaja para mantener a su novio, un aprendiz de delincuente que malgasta los honorarios de su novia en nocturnos juegos de cartas y en satisfacer su adicción a las drogas.

Fotografiada en colores apagados y fríos, los cuales chocan con la fogosidad de las escenas más atrevidas, la película es una obra cumbre del erótico japonés que se contempla con enorme placer visual. Las escenas carnales desbordan pasión libidinosa a ras de tatami, siendo fotografiadas con planos secuencia carentes de cortes de montaje en los que la cámara se sitúa en un plano medio como si de un vouyerista curioso se tratara. Kumashiro  nos muestra el cuerpo de la mujer en pleno esplendor pasional (senos desnudos, gemidos gustosos, coitos animales). Por el contrario el cuerpo masculino aparece en pantalla disfrazado con  ropajes diversos que impedirán contemplar su total desnudez. Dotada de un atractivo montaje, La calle de la alegría es ante todo  una elegante cinta que rebosa sensualidad y por tanto un auténtico regocijo para nuestros sentidos e instintos primarios.

Escrito por Rubén Redondo

 

Delicias turcas (Paul Verhoeven)

Delicias turcas

Un par de secuencias en clave de delirio psicótico y una presentación desacomplejada sirven a Verhoeven como notable prólogo para el que sería su segundo largometraje tras Delicias holandesas, una comedia de tono mucho más distendido, y uno de sus mejores trabajos hasta la fecha. En esos minutos iniciales, el cineasta neerlandés realiza una pragmática descripción de su protagonista con apenas un puñado de detalles: en primer lugar, ese local en el que habita un jovencísimo Rutger Hauer repleto de lo que bien podrían ser escombros, fiel reflejo de la desequilibrada figura de ese joven que (mal)vive invitando a cuanta fémina encuentra a su paso a ese particular rincón; en segundo lugar, la presencia de una mujer en una foto que parece conservar con celo y a la que dedica sus momentos más íntimos y, por último, la conducta descarada de un muchacho que no posee un ápice de vergüenza cuando de perseguir a una mujer se trata, algo que Verhoeven resalta con un tono humorístico (en especial, en las escenas de sexo) muy acorde con el que ha venido mostrando a lo largo de su carrera como cineasta.

Ello lleva inevitablemente al espectador a dos caminos —o bien esa situación conducirá al protagonista a un inevitable cambio, o bien es consecuencia de algo todavía no revelado—, que el autor de El cuarto hombre despeja rápidamente llevándonos dos años antes de que aconteciese ese desolador presente. A partir de ese instante, Verhoeven nos presenta al protagonista, Eric, en un momento álgido: escultor y artista en general, vive una irreflexiva etapa, la de su pubertad, que lo llevará a conocer a Olga, una joven y libertina —como tantos otros personajes en el particular universo del film— muchacha cuyo primer encuentro terminará con un absurdo accidente automovilístico (esa alocada adolescencia siempre como eje) que terminará con Eric y Olga totalmente enamorados el uno del otro, pese a las reticencias de la madre de ella, que no encontrarán el apoyo adecuado en el padre de Olga.

Divertida y sencilla, tras ese momento tanto un magnífico Rutger Hauer en uno de sus papeles más sentidos como una Monique van de Ven cuya trayectoria extraña a juzgar por su papel en esta Delicias turcas, sostendrán una cinta donde la química que mantienen ambos actores es precisamente uno de los puntales de la obra, y sirve para componer un retrato fresco y (como siempre en el cine de Verhoeven) algo gamberro sobre el amor, donde sexo, humor y vigor se funden en un lienzo al que resulta difícil resistirse, en especial si tras esa composición se encuentra el cineasta ofreciendo algunas de las estampas que reflejan ese ímpetu y pasión con una fuerza tremenda, sabiendo dotar incluso de algún momento que, sin necesidad de recurrir al artificio, intensifica en buen grado el romance vivido entre Eric y Olga.

Siendo el amor uno de los sentimientos más complejos y contradictorios que puede sostener el ser humano, y siendo consciente de ello, el holandés sabe malear a la perfección el tono de la obra, algo que resulta patente en dos momentos primordiales para la obra —el primero, la muerte del padre de ella, donde se respira una atmósfera mucho más oscura, y el segunda esa escena que bien podría pasar por pesadilla surrealista teñida de rojo que acontece en un restaurante chino—, y sirve como modulación de un estilo que nos lleva a un tramo final tan crudo y devastador que muy pocos que no conozcan al Verhoeven pre-Hollywood podrían imaginar un film tan desgarrador como el que nos ocupa, sin duda una de esas pequeñas gemas del cine del viejo continente, y todo un tratado sobre el amor/desamor a reivindicar.

Escrito por Rubén Collazos

 

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