La alternativa | El último tiburón – Tiburón 3 (Enzo G. Castellari)

El ultimo tiburon

Cuando se habla de cine de tiburones, resulta prácticamente imposible no hacer mención al clásico de Spielberg que lo inició todo, desde el concepto de blockbuster tal como se entiende actualmente, a la fiebre generada en torno a estos animales tan fascinantes como temibles, fiebre que, a día de hoy, persiste al menos en el imaginario de la serie B (y Z) más delirante y casposa, con productoras del calibre de Asylum y similares ofreciendo periódicamente su ración anual de escualos (de cualquier tipo: voladores, mutantes, zombies…., todo vale) a los aficionados irredentos a este tipo de cine, entre los que me incluyo, por supuesto. Eso no significa que no surjan, aunque con menor frecuencia, proyectos ligados a estas criaturas de corte mucho más serio, profesional y realista, como Open Water, El arrecife o la prometedora Infierno azul, de reciente estreno. Pues bien, esta alternancia, digamos, entre un cine de género de considerable solidez formal y elevados valores de producción, y otro caracterizado más por la modestia, la pobreza de medios y la desvergüenza (por qué no decirlo), ya estaba presente en la época del Tiburón de Spielberg, en la que las secuelas oficiales de este título fundacional compartieron cartel con otras muchas que básicamente se dedicaban a explotar su argumento y estilo con visos a hacer su buena taquilla. En este sentido, una de las más afortunadas es la firmada por Enzo G. Castellari (autor polifacético no por casualidad abonado a la bastardía, la ‘exploitation’ y el cine de géneros italiano: spaghetti, poliziesco, giallo…) en 1981, de título El último tiburón, aunque en su momento también se la publicitó como la tercera parte apócrifa de la de Spielberg, adelantándose dos añitos a la verdadera tercera entrada de la saga, El gran tiburón (Jaws 3D) de Joe Alver y, siendo honestos, superándola ampliamente en diversión, eficacia y entretenimiento.

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Porque, a pesar de no contar con un gran presupuesto, ni con un reparto de altura, ni con un guión mínimamente original (el argumento copia tan descaradamente los puntos principales de Tiburón que, más que ante una secuela, se diría que estamos ante un remake encubierto), la película funciona. Es cierto que, los que conocen y aprecian la habilidad de los italianos para reciclar y pervertir el cine comercial USA, pueden lamentar que la obra de Castellari no sea algo menos mimética y más delirante en su planteamiento narrativo de lo que finalmente es, pero, aún así y con todo, ofrece las suficientes dosis de locura visual y de ideas descabelladas (la secuencia del helicóptero es hilarante) como para que importe poco que en lo esencial sea sólo un remedo más pobre del clásico del 75, incluso copiando personajes y situaciones (Vic Morrow como émulo de Robert Shaw, James Franciscus poniendo empeño para recuperar el carisma imbatible de Roy Scheider –su salto al final al grito de «¡Maldito!» Es ÉPICO–, el político negándose a cerrar la playa para hacer beneficio a costa de una jugosa competición de windsurf…). Lo que importa, en última instancia, es la capacidad de Castellari para presentar estos elementos conocidos dentro de un relato ameno y sencillo, al que otorga chispa gracias a unas puntuales escenas de peligro y violencia lo suficientemente bastas y divertidas como para saciar el apetito cinéfago de cualquier fan (poco escrupuloso, eso sí) del asunto. Uno podría pensar que la falta de presupuesto conspira en su contra, pero ni siquiera unos efectos especiales tirando a toscos (aunque mejores que los de otras muchas producciones de su tiempo, ojo) restan encanto a la propuesta, casi al contrario, hacen de ella una experiencia aún más divertida, al combinar imágenes reales de tiburones con la de la enorme maqueta usada para reflejar los ataques, con las consecuentes diferencias de agilidad y tamaño entre unos y otra.

Ese gigantesco escualo, último de una estirpe de tiburones de aura casi legendaria, presto a sembrar el pánico entre los despistados bañistas de la zona, sirve también para testar el nervio de Castellari a la hora de plasmar momentos de tensión bastante logrados (hay algunos genuinamente emocionantes), junto a otros que destacan casi por lo contrario, por arrancar la carcajada a través de la exageración y el delirante golpe de efecto (el momento en el que el tiburón manda, de un golpe, a un pobre individuo por los aires es de lo más cómico que he visto en el género). Es decir, que en la película se combina cierta solidez narrativa heredada del esquema de la película original (al que se suma alguna idea nueva gratificante, como ese reportero amarillista que parece preludiar al de Nightcrawler), junto con un sentido del espectáculo mucho más grueso y artificioso, embebido de una épica grandilocuente y melodramática que, según el espectador, puede o bien estomagar o bien sumar atractivo trash al conjunto. Yo soy de los de la segunda opinión, por eso defiendo este título menor y denostado como uno de los exploits de Tiburón más competentes y simpáticos de la década de los ochenta, aun con sus muchos defectos a cuestas.

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