La alternativa | À l’aventure (Jean-Claude Brisseau)

Abrimos plano. Dos personas dialogan hasta que Uno dice:

— Solo sé que no sé nada.

Otro piensa — Pedante… — pensamiento que compartimos todos.

Reformulamos diálogo. Tras la cháchara Otro opina:

—Menuda estafa, parece que lo vas a saber todo, y al final, no tienes certeza sobre nada.

A lo que Uno contesta — Pues sí. — y ya no nos resulta tan inútil su postura.

Una mañana de domingo, en pleno análisis vital, una mujer descubre que su actividad sexual es inversamente proporcional al placer que recibe. Cada caricia, contacto, penetración es una vía que no le lleva a conocer su cuerpo, a disfrutarlo.

Antes de convertir el fenómeno literario (como negocio y no como revolución escrita) Cincuenta sombras de Grey en otro fenómeno, el cinéfilo (como negocio adyacente al literario y no como acierto fílmico), Jean-Claude Brisseau hizo su propio acercamiento al disfrute femenino a través del deseo sexual. Choses secrétes (2002), Les anges exterminateurs (2006) y À l’aventure (2008) son el legado en vida de Brisseau; su acercamiento, a través del orgasmo femenino, a múltiples conceptos que marcan la esencia del hombre terrenal y celestial.

Ya que se cierra el círculo vicioso y desencantado alrededor del magnate Grey, será el tercer acto de Brisseau, À l’aventure, el que nos ocupará de aquí en adelante. Desde un inicio el director es capaz de darle toda la magnitud que desea a la historia. Un banco en un parque, donde dos mujeres jóvenes charlan mientras devoran un bocadillo, una habla de amor, otra se muestra escéptica con la vida y un señor aparece para «propagandear» su visión del universo.

De repente es Sandrine —Carole Brana, reforzando palabras como belleza, erotismo y sensualidad—, quien, ante su insatisfacción sexual, decide romper con todo y con todos para explorar más allá de lo conocido, de lo tangible, porque sus dedos ya saben abrir un camino hacia unos orgasmos que la rutinaria vida en pareja no concede. Pero quiere saber si hay más. Los roles del film son típicos, en exceso conocidos, un lugar donde las mujeres que aparecen son diosas atrevidas y necesitadas de nuevos caminos que explorar, donde su desnudez se adora de un modo pictórico, explosivo (su vestuario, maquillaje y peinados cuidados para resaltar sus dones físicos, la tensión y relajación de sus cuerpos en posturas pétreas en las escenas de sexo); a su vez el hombre comparte el rol de voyeur, un mero expectador que no consigue dejar una marca en los personajes femeninos, se les dibuja como seres mezquinos o como eruditos que conocen la palabra, pero no la acción. Parece que la intención principal sea dar lugar a la mujer como entidad propia, pero en realidad es siempre el hombre un guía para alcanzar un objetivo. Y vaya objetivo se marca esta aventura: el éxtasis.

Por supuesto, la película no es una continuación de escenas donde el masoquismo o la entrega física sean las protagonistas. Estas escenas se intercalan en realidad con un discurso más elevado intelectualmente (aunque ciertamente cómico en ocasiones, más por el sentido en el que yo vi el film que como propósito de guion) hasta el momento en el que se pronuncia esa palabra: «éxtasis». El conocimiento Sandrine (tanto de su cuerpo como de sus límites) pasa por una serie de conversaciones con hombres y mujeres que tratan con total normalidad cualquier tema, ya sea sexual, filosófico, religioso o profano —la constante del cine francés de hablar y hablar antes de actuar—. Ella cuestiona y encuentra respuestas, dejando la fantasía de lado. Llama la atención la necesidad de recalcar en distintos personajes femeninos su insatisfacción ante el hombre amoroso, acomodado y servil, de los que todas ellas huyen en algún momento buscando la relación esporádica, salvaje y prohibida, siendo el matrimonio el fin de los días (todo ello como relatos adyacentes que llegan a Sandrine). También que se insista en que ellas son adultas, y deciden probar conscientemente sus cuerpos cuando lo que se considera ya no es solo físico, sino también psíquico, como si fuese necesario definir los límites tolerables en el sexo para que el expectador no se alarme. Porque por momentos se habla sobre el éxtasis como una dualidad en la que incide el placer y lo místico, dejándose llevar la historia hacia lugares desconocidos por el hombre, caprichosos y, por tanto, peligrosos. Pero que nadie lo olvide, consentidos.

Sandrine disfruta de orgasmos, inducidos por sí misma o en compañía de más personas. Disfruta de orgamos ajenos, a la vez que detesta otros a los que no está invitada. Pero en À l’aventure el orgasmo físico es lo menos importante, y sus palabras son demasiado sonoras y opacas para alumbrar el conocimiento de Sandrine, siendo lo vivido una experiencia, una aventura, donde puede quedar un recuerdo borroso y un banco vacío en el parque. Porque el cuerpo, se deduce del film, es la coraza que retiene el orgasmo, que a su vez es un flujo hacia la sugestión divina de lo humano.

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