Kumiko, The Treasure Hunter (David Zellner)

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Quinto largometraje de David y Nathan Zellner, que añaden otra colaboración a su corta carrera —el primero, dirigiendo y escribiendo, y el segundo en tareas de producción además de ayudar con el libreto—, Kumiko, the Treasure Hunter se adscribe directamente al imaginario popular para narrar el periplo de una muchacha oriental que fue hallada muerta en Minnesota, y que según la leyenda extendida por esos lares iba en busca del maletín que Steve Buscemi enterraba en la Fargo de los hermanos Coen. Partiendo de esa singular anécdota, y aunque el cineasta de Austin hace suyo el contenido de la misma, imprime un tono de fábula como si en realidad no se quisiese desprender del tejido del propio relato originario y con Kumiko, the Treasure Hunter buscase —más allá de dotar de unas connotaciones y una esencia que se evidencian con el recorrido— crear una extensión que sirviera como extensión de una crónica soterrada en ese siempre efervescente imaginario colectivo.

De inicio, Zellner emplaza la acción en el Japón natal de Kumiko, la protagonista, en una decisión que no es casual: el contexto —tanto familiar, con las constantes llamadas de una madre que desea ver a su hija desposada, como social, debido a la poca relación que mantiene con sus compañeras y al más que apático trato que tiene con su jefe— se encarga de consteñir la realidad de la protagonista así como sus intentos por encontrar un estado paralelo en un universo que, pese a su condición ficticia, proporciona una salida mucho más real de lo que en un principio pudiera parecer. De este modo, la obsesión por el celuloide y por encontrar en la imagen proyectada un recóndito rincón que sirva como puerta de huida a ese mundo, se postulan como los ejes de una Kumiko, the Treasure Hunter en la que la presencia de ese VHS y la exploración del terreno que propicia llegan más lejos de lo que la búsqueda iniciada por la protagonista impone en la superficie.

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El trabajo a nivel cromático desarrollado por Zellner se expone como una de las grandes virtudes del film, y la presencia de los gélidos colores impresos en esa pantalla cayendo sobre un hogar de clara paleta mucho más cálida sirve como perfecta antesala a lo que encontraremos, a la postre, en ese viaje. Y es que el paso de un universo a otro marcado por las tonalidades es el indicio de que esa transición será parte de una extraña metamorfosis no sólo capaz de componer una atmósfera acorde, sino también de terminar revelando el sentido intrínseco de la particular odisea de Kumiko. Por otro lado, el encuentro cultural —respaldado por la figura de una Rinko Kikuchi a la que el personaje le sienta maravillosamente— expone todavía con mayor pasión una búsqueda que, pese a ser ilusoria, termina sintiéndose como auténtica y estampa en el celuloide un reflejo único y especialmente sentido.

Es posible, no obstante, que en ese recorrido los Zellner realicen una indagación en la naturaleza de ese personaje que, sosteniendo el motivo de esa huida, incurra en una reiteración no del todo necesaria. Sí se entiende mucho mejor desde la perspectiva donde se refleja una obsesión inabarcable por ese fragmento de Fargo que, a la postre, termina siendo motor de un film que, con sus pequeños pespuntes, y obviando los tímidos desaciertos del mismo, consigue tejer una cinta que, sólo por su contenido, se postula como una de esas obras de imprescindible visionado. Y es que si bien Kumiko, the Treasure Hunter no llegaría a estar entre los grandes títulos del cine independiente del año pasado, su valía reside en la conceptualización de un relato al que David Zellner sabe dotar del valor suficiente como para prestarle la un mínimo de atención y apreciar una parábola que, además, culmina con el más bello de los planos.

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