Julia Solomonoff… a examen

A veces lo más importante de la vida ya sucedió en cualquier verano de la infancia. Esta frase, literal o recreada, seguramente pertenecerá a mejores escritores, poetas y autores que la plasmaron con muy buen criterio. Tal vez este pueda ser el punto de partida que sostiene el guión del segundo largometraje dirigido por Julia Solomonoff, la directora de Rosario (Argentina). El último verano de la boyita es un trabajo espléndido acerca del final de la niñez y el inicio de la etapa como adolescente de Jorgellina, una chica de apenas diez años que pasa las vacaciones estivales con su padre en el campo. La niña dejó en la ciudad a su madre y a la hermana mayor, que afronta la llegada de su primera menstruación mientras sale con su pandilla de amigos adolescentes, dejando fuera a la pequeña. Una vez en el campo, Jorgellina retoma el contacto con Marito, el hijo adolescente de los trabajadores de la finca, un chaval reservado, trabajador a pesar de su corta edad y jinete sobresaliente en carreras de caballos que se celebran en el lugar. La amistad se afianza entre los dos menores, ella más frívola, él más servil, en unas semanas que los marcarán de por vida.

Julia Solomonoff rubricaba la mejor película de su breve y dilatada filmografía. Después de varios cortos y Hermanas, la ópera prima estrenada en 2005, pasó casi un lustro hasta su siguiente largo. Presentado con un estilo que se marca desde esos títulos de crédito en ‹scroll› proyectados con desplazamiento horizontal, de la misma forma que si fueran filminas o las transparencias de un retroproyector en el aula. Con dibujos extraídos de las láminas de libros escolares: el dibujo de una vaca, de los órganos genitales femeninos o de la caravana esférica que sirve como denominación en el título del propio film. Esa boyita varada en la terraza de la casa materna, un vehículo flotante que pierde su capacidad de navegar, pero es el refugio para la protagonista, el escondite de los libros de anatomía, el manual de la caravana y otras lecturas que guarda Jorgellina.

La cineasta parece rodar con pulso de documental las costumbres de los corraleros y agricultores del campo al que acude la chica junto a su padre. Sin embargo, esa manera de mostrar la historia no se justifica por el cine de lo real, sino por la mirada de la protagonista, un punto de vista titubeante en algunos encuadres, ajustados a los ojos de ella, por esa forma de recuadrar las escenas que parecen triviales ante la vista de un adulto, pero siendo para ella iniciadoras, vitales. Planos como el cuello sudoroso del amigo en una posición cenital; la conversación de la madre del amigo con el padre médico, a través del marco de una puerta; o la impactante paliza que le da el rudo padre a su hijo Marito, abuso sugerido por golpes y sombras a contraluz, en un contrapicado de la ventana del galpón.

La música compuesta por Sebastián Escofet, de raíz folclórica y ecos germanos, ilustra los sucesos sin arrancar las emociones, solo puntuándolas. Unido el sonido a un tratamiento de la fotografía que se apoya más en las tonalidades de la canícula, del tedio y la sensación de libertad cuando el tiempo nos pertenece, como si fuéramos niños de nuevo. Porque la mayor virtud de la cinta es la capacidad de sumergirnos a los espectadores en los veranos de antaño, de la infancia. En ningún caso se localiza temporalmente la historia que sucede, pero las pistas que aporta una dirección artística estupenda, que se refleja en los vehículos, el mobiliario, arquitecturas y el entorno rural. Un diseño que se amplía sutilmente con el vestuario colorido, de materiales textiles vetustos o esos libros prohibidos que consultan los protagonistas, llenos de gráficos inquietantes para ellos, neutros para el personal sanitario, sobre la anatomía masculina y femenina. Sin precisar esa década de los ochenta que flota en el aire, porque no se trata de llamar a la melancolía o invocar la nostalgia, sino de capturar el instante, reproducir la curiosidad e inexperiencia, esa carrera de impresiones nuevas que suponía cada día de julio o agosto, en el sitio de visita, turismo, trayecto y recreo. Lejos y fuera de la matriz protectora del lugar de residencia en el que se pasaba el resto del año.

El último verano de la boyita es mucho mejor para cada espectador por separado, porque habla cara a cara con los recuerdos de cada persona del público. También por la cantidad de alicientes que no hace falta destripar en esta reseña. Por una naturalidad tan difícil de conjugar entre actores y personas que no interpretan, en armonía, sin rechinar en la secuencia. Por recobrar el espíritu de obras evocadoras de la niñez, como las hacían otros grandes cineastas, pero con la suficiente entidad para codearse con ellos. La obra cumbre, por ahora, de una directora que regresa a las salas nueve años más tarde.

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