Ira Sachs… a examen

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Laura es una mujer rusa y la pareja de Alan James, un músico legendario que la dobla en edad. Los dos conviven junto al pequeño de ambos. Después de un acto de homenaje al pianista y compositor, Michael, el hijo mayor de Alan, viaja desde Los Ángeles hasta Memphis para visitar a su padre. Cuando conoce a Laura, los dos treinteañeros comienzan a sentir una fuerte atracción.

Tanto por el nombre como el apellido del director y guionista de Forty Shades of Blue, podemos entender sus orígenes dentro de la comunidad judía norteamericana. En el caso de textos escritos acerca de sus películas, lo encuadran en la corriente temática del queer cinema. En el caso concreto de su segundo largometraje, estrenado en 2005, nueve años después de su ópera prima The Delta, el cineasta realiza un acercamiento a un personaje femenino de algo más de treinta años, heterosexual y en ningún momento existen rastros de ritos hebreos ni acontecimientos similares en el film. Por lo tanto, no se puede catalogar a Ira Sachs como un autor únicamente dedicado a rodar guiones sobre relaciones homosexuales o con raíz en determinadas comunidades étnicas. Lo que proporciona su cine es una observación hacia las relaciones de pareja consolidadas, o en transición, dentro de un entorno social, como es el de la supuesta realeza de Tennessee, esos músicos que fueron estrellas en las décadas de los sesenta hasta el inicio del siglo veintiuno. Viejos dinosaurios forjados en la escuela musical de los ritmos afroamericanos. Es un ecosistema compuesto por glorias que tratan de mantener un pasado triunfal, tan lejano que se agota con sus propias celebraciones. El director enfoca la cámara para seguir a los dos personajes más perdidos entre esta fauna de músicos, cantantes, productores musicales, agentes, admiradoras y otros trepas que deambulan por todo el metraje. Por una parte Laura, interpretada por la actriz Dina Korzun, nunca oculta un inglés limitado, fluido pero marcado por su acento eslavo. Michael al que da vida Darren E. Burrows (conocido por ser Ed, el aprendiz de cineasta de la serie Doctor en Alaska) prefiere mantenerse por debajo del radar, enfundado en su tormento interior como escritor que solo es capaz de ganarse la vida como profesor de Lengua. Los dos son seres solitarios que huyen de sí mismos, desbordados por esta nueva posibilidad de redención amorosa  Sin embargo, la sombra del patriarca que los controla y domina, personificado en el veterano Rip Torn, desestabiliza y cierra los vértices del triángulo.

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El realizador trata con naturalidad sucesos como el amor entre un hombre cerca de los setenta años y una mujer que apenas pasa de los treinta. Maneja con sutileza situaciones dramáticas que abarcan la infidelidad conyugal o el deseo de eludir la paternidad. Y profundiza con acierto en la difícil relación entre un padre venerado y su hijo martirizado por esa figura mítica. Afortunadamente, Sachs aborda todos los acontecimientos con respeto hacia los personajes, sin despreciarlos ni juzgarlos. Al contrario que muchos cineastas contemporáneos, nunca recurre a subrayar la tragedia, mucho menos al efectismo o la búsqueda de la lágrima fácil. Su manera de tratar el drama desarrolla el estilo visual de predecesores como pueden ser Robert Altman, Alan Rudolph y otros directores forjados en los años setenta. Recoge como aquellos esa cámara que afila el teleobjetivo para observar las acciones, diálogos y pensamientos de personas dubitativas, en ocasiones inmaduras, pero adultas al fin y al cabo. Se preocupa por los actores sin desviar su atención con subtramas sociales o reivindicativas que desplacen la esencia de la narración. La película logra una cadencia, un ritmo que se estructura de la misma forma que una canción, con su introducción, sus estrofas, los estribillos e incluso una coda. Una estructura melódica a la que ayudan mucho la veintena larga de temas musicales del soul, country, folk y rock bien integrados en el desarrollo de las escenas.

Ira Sachs renueva el panorama junto a otros autores cinematográficos, con James Gray y él mismo a la cabeza. Es un profesional que se acomoda en la recuperación del melodrama puro, un género contaminado por los culebrones, seriales televisivos y las producciones románticas de baratillo que inundan las salas de cine y otras pantallas desde los ochenta.

Es evidente que estas cuarenta sombras de tristeza no tienen nada que ver con las cincuenta de Grey. Porque desde el principio del largometraje acompañamos a una mujer independiente, aunque dentro de su comodidad burguesa. Fría en apariencia pero entrañable en un segundo contacto. Un retrato femenino que recuerda a la reivindicable y olvidada Buscando al señor Goodbar de Herbert Ross. La fuerza de un personaje femenino que se nos presenta casi como un ser marciano que, con sus dudas, vacilaciones, pensamientos y decisiones, nos conduce a través de su propia desorientación vital sin engañarnos. Siendo al final el personaje más íntegro, generoso y coherente de todo el elenco.

Tal vez haya pasado mucho tiempo para regresar a un modelo de cine con aroma clásico, una forma de producción cuyo mejor componente era tratar a los espectadores como seres adultos, inteligentes y permeables a la emoción. Ira Sachs no parece perseguir la clase de George Cukor, tampoco desplegar la intensidad de Vincente Minnelli, ni el delirio expresivo de Douglas Sirk. Pero como buen discípulo de estos maestros del melodrama, sí que comparte su seriedad y el oficio.

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