Icíar Bollaín… a examen

Una peculiaridad acerca del trabajo como directora de Icíar Bollaín es que con los análisis y las críticas de sus primeras películas no se hacía tanto hincapié en su género femenino. Tal vez sea porque a mediados de los noventa se hablaba más de una generación de directores jóvenes —antes que de mujeres, hombres o viceversa— que venían empujando a las anteriores, formadas en la Escuela de Cine de Madrid o la de Barcelona, obviando a profesionales salidos de la televisión, la música popular, la publicidad o facultades de imagen y sonido posteriores. La cineasta pertenece al grupo de realizadores que comenzaron rodando cortometrajes a finales de los ochenta y primeros años noventa. Agrupación formada por Chus Gutiérrez, Álex de la Iglesia, Santiago Lorenzo, David Trueba, Pablo Llorca, Julio Medem, Juanma Bajo Ulloa, Marc Recha, Fernando León de Aranoa, Alejandro Amenábar, Achero Mañas, Santiago Segura y otros cuantos más que no caben por aquí. El eclecticismo formal, temático y comercial era uno de los rasgos palpables del grupo, precedido justo un lustro antes por francotiradores como Isabel Coixet, Enrique Urbizu, Rafael Moleón, Rosa Vergés, Felipe Vega y Agustí Villaronga. En el caso de Icíar Bollaín sus antecedentes profesionales se desarrollan como actriz, antes de comenzar a dirigir largos en su ópera prima Hola, ¿estás sola? Intérprete para Víctor Erice, Manuel Gutiérrez Aragón, José Luis Borau, Chus Gutiérrez, actriz fetiche para su tío Juan Sebastián Bollaín y, sobre todo, Felipe Vega. Su carrera dramática se ralentiza cuando comienza tras la cámara, con la particularidad de no aparecer como actriz en los films que realiza, más allá de algún cameo furtivo. También comparte con su mentor Borau el cometido como fundadora de la compañía con la que lleva a cabo sus producciones. En el caso del aragonés dirigía sus films desde El Imán. Y en el de Bollaín desde La Iguana S.L.

Sin embargo, una directora no se describe solo por los antecedentes y el curriculum, así que lo mejor es revisar uno de sus largometrajes más tempranos, el segundo en concreto. Flores de otro mundo surge de una noticia que se propagó en prensa, radio y televisión a mediados de los ochenta. La llegada de un autobús de mujeres al pueblo oscense Plan, un lugar afectado por el abandono demográfico a la que acudieron por la petición de los solteros de la localidad con la intención de repoblarla. Es evidente la cantidad de razones para someter la propuesta a críticas sobre patriarcado, machismo y otros análisis sociológicos que, cómo no, exceden este artículo y mi comprensión. Pero es cierto que sorprende que una noticia más propia de El jueves que de la prensa seria, tuviese tanta notoriedad —incluso una canción del grupo musical Puturrú de Fua. La iniciativa surgió por el cine, irónicamente, tras el pase televisivo del clásico del oeste Caravana de mujeres en un ciclo dedicado a su director, William A. Wellman, en 1985. Gracias a que solo había dos cadenas estatales, se propagó la idea en aquel lugar y otros que repitieron la excursión. De hecho, en una de las mejores escenas de Flores de otro mundo, Alfonso, el personaje que organiza la caravana encarnado por Chete Lera, repite las palabras de Robert Taylor en el film de Wellman: «Cuando lleguen las mujeres tenéis que daros una ducha, poneos guapos e invitadlas a lo que os pidan».

El guión escrito por la directora junto a Julio Llamazares plasma la meseta, colinas al fondo y paisajes surcados por rebaños de vacas y ovejas como recuerdo del Oeste americano. Cambia el género de vaqueros por una comedia que se transforma en drama según avanza el metraje. Porque la primera secuencia con la que arrancan su historia transmite un espíritu colectivo y vital como el de los films de Berlanga, Bardem, Forqué y otros cineastas curtidos en los años cincuenta y sesenta. El paso de las mujeres que son descritas por sus diálogos festivos en el autobús, la comitiva de hombres que las espera en la plaza y la fiesta típica con orquesta al anochecer. Durante quince minutos se presentan los personajes principales por encuentros, miradas y acciones que los relacionan, caracterizan y perfilan sin aspavientos. Un inicio sucedido por una elipsis plena en la que vemos cómo Damián Luis Tosar y Patricia Lisette Mejía ya forman una pareja, conviviendo con los hijos de ella, fruto de un matrimonio anterior, en la casa de Gregoria Amparo Valle la madre de él. La descripción de la vida rural es certera en la sucesión de las estaciones, condiciones meteorológicas, rutinas, costumbres punteadas por los ancianos que observan a lugareños y visitantes foráneas. El mayor acierto narrativo que logra la directora es mantener un libreto que se equilibra entre un cine costumbrista contrapuesto a reflejos de culebrón que nunca son excesivos ni forzados. Esta mezcla temática le permite tratar argumentos serios como la emigración o la violencia machista con la ligereza de un producto comercial, sin necesidad de hacer tesis pero sin la frivolidad de un anecdotario.

Icíar Bollaín respeta el guión escrito, las necesidades e imprevistos de producción y ofrece una obra solvente, fluida, entretenida. Se aprecian titubeos que se traducen en el uso repetitivo y algo fácil de los fundidos en negro en cuanto a la gramática visual. También se suceden las panorámicas en del pueblo, salvado del silencio por el viento que sopla o los cencerros lejanos del ganado en cuatro o cinco ocasiones. Planos generales que, a pesar de la redundancia, funcionan como marco expresivo y ambiental del espacio del que huyen o se nutren los personajes. Tal vez funciona peor en la separación por tres parejas de las tramas personales, en lugar de interrelacionar más sus trayectorias vitales, una estructura que resulta débil para la pareja madura formada por Chete Lera y Elena Irureta, punteada por una música romanticona que subraya demasiado sus escenas.

Pero son mejores los logros de la cinta, con el personaje de la joven Milady Marilyn Torres una joven cubana que debe huir del furibundo Carmelo José Sancho, donde destaca la amistad de ella con Patricia, tema que además conecta con las amigas que protagonizaban el debut de Bollaín; mientras que los malos tratos se relacionan con la siguiente película, Te doy mis ojos. Otros momentos que dan lustre al metraje son el personaje de Gregoria, la madre de Damián, todo un ejemplo de personaje en evolución, desde la antipatía hasta la bondad. O la inocencia de Óscar, interpretado por Rubén Ochandiano, que proporciona otras secuencias importantes. Todos ellos completados por las apariciones de las tres amigas dominicanas de Patricia, casi un coro de hadas que consiguen los mejores giros del guión.

Flores de otro mundo es una obra que no tiene copias ni sucesoras con otras producciones realizadas en los noventa. Tal vez se vean similitudes con documentales posteriores como El cielo gira de Mercedes Álvarez por su acercamiento al abandono del entorno rural y de los pueblos pequeños. El segundo trabajo se confirma como una película de aprendizaje en la filmografía de una cineasta sin ínfulas artísticas, tal vez demasiado preocupada por el compromiso social, aunque sin renunciar al entretenimiento. Una trayectoria interesante a pesar de tropiezos como Katmandú, un espejo en el cielo pero con suficiente profesionalidad para llevar a cabo cintas más conseguidas, como También la lluvia.

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