Hoy… Trampa 22 (Mike Nichols)

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El pasado 19 de noviembre fallecía Mike Nichols, sin duda uno de esos directores surgidos en mitad de la revolucionaria década de los sesenta que introdujeron en el ecléctico cine norteamericano de aquella fecha unos nuevos vientos muy alejados de la visión narrativa de las grandes leyendas que ofrecían en esos años sus últimos coletazos de genialidad conviviendo por tanto con esos jóvenes rebeldes y contestatarios que mostraban un mayor interés por la forma de hacer cine que estaba surgiendo en Europa que por la construida por sus viejos ancestros. Nichols tuvo una carrera ciertamente singular. Nacido en Alemania si bien emigrado a los Estados Unidos en su juventud, el germano-estadounidense se crió entre las bambalinas del Broadway de los cincuenta gracias a su hipnótica atracción hacia el mundo del teatro, hecho que motivó que fundara junto a unos jóvenes Alan Arkin y Barbara Harris una compañía teatral con la que erigieron algunos de los mejores montajes de la escena neoyorquina. El éxito obtenido con su compañía de teatro propició el fácil salto de Nichols hacia el mundo del cine, en el que tuvo el honor de debutar con una absoluta obra maestra incontestable como ¿Quién teme a Virginia Woolf? (aún considerado como uno de los mejores debut de un director en la historia del séptimo arte) con unos Richard Burton y Elizabeth Taylor que aprovecharon la experiencia de Nichols en las artes escénicas de dirección de actores para ejecutar unas interpretaciones animales, hecho que propició que la británica se alzara con el premio oscar a la mejor interpretación femenina del año 1966.

No contento con el éxito de crítica y público de su primera película, Nichols continuó tocado con la varita mágica de la eternidad con su segundo proyecto y quien lo pone en duda, una película que marcó a toda una generación de jóvenes en todo el mundo como fue El graduado. Con dos películas legendarias —las dos que había dirigido— en su haber, Nichols se convirtió en la gran esperanza blanca para encabezar un movimiento de re-fundación del idioma cinematográfico norteamericano con la compañía de buena parte de la generación de directores que surgieron del mundo de la televisión y que empezaban a despuntar en los sesenta (Arthur Penn, John Frankenheimer, George Roy Hill, Robert Altman etc). Sin embargo, los siguientes films del director de Armas de mujer no lograron seducir ni al espectador ni lo más importante en esa época, a la sesuda crítica estadounidense por lo que su arte cayó en un prolongado bache de resultados que sumirían su carrera en una interminable montaña rusa repleta de altos y bajos que terminarían definiendo la filmografía de Nichols como un cuadro de irregulares trazos, siempre interesantes y aclamados desde los círculos profesionales de Hollywood —donde Nichols siempre obtuvo el respecto de actores, productores y guionistas en todas las décadas en las que estuvo en la brecha—, en el que se yuxtaponen obras que han pasado inadvertidas con luminarias que tocaron conciencias y bolsillos de millones de espectadores.

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Incluida en esos primeros años marcados por la vanguardia y la osadía en cuanto a los planteamientos narrativos de sus obras se halla Trampa 22, una de las cintas más extrañas, transgresoras y arriesgadas de la carrera de Nichols, y uno de los pocos e infructuosos intentos del cine estadounidense por abrazar ese surrealismo intelectual europeo, quizás junto con otra obra fechada casualmente en el mismo año de producción como fue el Brewster McCloud de Robert Altman. Basada en una novela de Joseph Heller, el autor de Primary colors apostó por la anarquía total y la ausencia de corsés para levantar una obra inclasificable y surrealista que bebe de la sátira negra y muy muy cínica que se estaba produciendo en el viejo continente originaria de Checoslovaquia e Italia. Y es que son la libertad y la sorpresa las palabras que mejor definen Trampa 22, ya que la a priori aventura de misiones temerarias que parece nos vamos a encontrar dado el engañoso título de la cinta unido al espectacular reparto repleto de nuevas caras y viejas glorias al estilo de esas producciones bélicas que plagaron los cines de todo el mundo a lo largo de los sesenta, se transforma desde el minuto uno en una corrosiva sátira antibelicista apoyada en un lenguaje narrativo colmado de saltos en el tiempo y oníricos flashbacks que cautivarán al espectador desde el primer momento al invitarle a un viaje caracterizado por el absurdo y el esperpento que convierte al campo de batalla sito en una base aérea norteamericana en tierras italianas en los últimos coletazos de la II Guerra Mundial en un absorbente manicomio atestado de enajenados a los que se les ha caído el único tornillo de cordura que sustentaba su conciencia, transformando tanto a mandos como a soldados en unos chiflados pervertidos por el frenesí y la sin razón del conflicto armado.

La cinta ostenta un enunciado narrativo iconoclasta y vanguardista, haciendo avanzar la trama a través de los quebradizos recuerdos del soldado Yossarian (Alan Arkin), un aparentemente desequilibrado que sin que sepamos muy bien el motivo es apuñalado por la espalda por una misteriosa figura que se da a la fuga. En ese paraje en el que el mundo de los vivos se toca con el de los muertos, Yossarian irá rememorando los acontecimientos vividos antes de la comisión del suceso que ha puesto en peligro de muerte su existencia, perfilando de este modo tan innovador a toda la galería de personajes que conforman el batallón de bombarderos en el que estaba destinado. Así, conoceremos al inepto e interesado coronel Cathcart (Matin Balsam), un jefe de escuadrilla estúpido y egocéntrico con nulas dotes para el mando que domina con órdenes tiránicas a sus colaboradores a los que somete a un mayor número de operaciones bélicas para poder licenciarse, lo que ha conducido a la locura a los distintos oficiales que componen la compañía. Igualmente conoceremos al capitalista y oscuro teniente Minderbinder (John Voight), un oficial más interesado en explotar las oportunidades monetarias que ofrece la guerra que en diseñar estrategias de batalla, y también al capellán Tappman (Anthony Perkins), un amanerado mando intermedio encargado de velar por la paz espiritual, totalmente inexistente, de los soldados, o a los amigos de Yossarian el capitán Nately (Art Garfunkel que dejó las melodías que cantó en El graduado para dar el salto a la interpretación en esta nueva colaboración con Nichols) y el teniente Dobbs (Martin Sheen), dos jóvenes militares huidizos ante el aroma de la sangre, pero totalmente fascinados por las bellezas italianas locales. Los intentos de evasión de la guerra orquestados por los militares caen irremediablemente en saco roto con motivo de la norma 22, una extraña regla ininteligible que indica que para poder obtener la licencia civil el médico debe dictar que el paciente está loco, hecho que hará caer al pobre soldado en un círculo tramposo y vicioso del cual resulta imposible huir ya que para poder pilotar un bombardero el médico igualmente debe prescribir la locura del piloto.

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La película avanza en su desarrollo a través de los fogonazos que desprende la enfermiza mente de Yossarian, tomando como punto de partida una escena que se repite, cual día de la marmota, cada vez que arranca una nueva peripecia ocurrida en el pasado, secuencia en la que observaremos al susodicho capitán en medio de un bombardeo hablando por la radio a la vez que intentando ofrecer los últimos cuidados paliativos a un imberbe soldado que yace mortalmente herido en el pasillo del avión de guerra que le transporta. Este arriesgado recurso de estilo, complica sobremanera el seguimiento normal de la fábula, siendo el juego onírico y surrealista el trazo que da forma y contenido al film. Un punto realmente fascinante es el hecho de que Nichols huye de todo halo bélico, no mostrando en ningún momento ni al enemigo ni radiografiando grandes escenas de batallas, pintando pues un panorama en el que el adversario se encuentra situado en el mismo lado de la trinchera, siendo los generales y oficiales de mayor rango la verdadera amenaza que coacciona y rompe la aquiescencia mental de los soldados bajo su responsabilidad. En este sentido resulta magnética la intervención de Orson Welles en el papel de un corrosivo general al que únicamente le mueven los hilos del poder y las apariencias políticas no dudando en mandar fusilar a los inocentes soldados al más mínimo e inocente desvío del interés que mueve su despótica doctrina.

No sólo desde el punto de vista narrativo la cinta se reviste de una apariencia vanguardista, sino que el disfraz visual de la cinta rebosa modernismo, gracias a unos espléndidos y complejos travellings y tomas en grúa que engrandecen los escenarios naturales italianos en los que se desarrolla la trama, así como la querencia de Nichols de introducir puntualmente algunas escenas nudistas altamente surrealistas que incrementan el nivel de demencia y absurdo que brota de cada fotograma. Como toda buena sátira, la cinta recorre un camino desde las vías de la farsa irracional incluida en el género de la comedia para terminar derrotando la paradoja hacia un paisaje mucho más asfixiante y deprimente a medida que el argumento va desentrañando sus complejas interconexiones, de forma que la película termina transformándose en una epopeya de tintes pesadillescos y sombríos que demuestran el lado más amargo, sucio y patético de la guerra así como las dolorosas consecuencias que esta aberración comete en contra de sus ingenuos amantes sin conciencia. Y es que a pesar de sus defectos y de la patente falta de ligazón que ostenta en algunos pasajes esta Trampa 22, nos hallamos ante una de las más inteligentes sátiras antibelicistas del cine de los setenta, que señala con mucho acierto que el campo de batalla adopta la forma de un caótico manicomio sin orden ni mando dirigido por incomprensibles normas de reminiscencias kafkianas bajo las cuales el ser humano da vueltas alrededor de un paraíso sin puertas de entrada ni de salida, que acaba sometiendo a sus potenciales pobladores a una dictadura determinada por la locura y la paranoia. Sin duda Trampa 22 emerge como una obra menor altamente interesante que no defraudará a todos aquéllos espectadores atraídos por historias satíricas en las que con inteligencia se vierte una inspirada moraleja sobre las trampas existenciales a las que nos enfrentamos todos en nuestro quehacer diario.

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