Hoy… Invitación a la danza (Gene Kelly)

Tras ver en el cine La La Land, sin duda uno de los fenómenos cinematográficos de efectos más sorprendentes de los últimos años, me acechó una pregunta. ¿Cuál ha podido ser el motivo de que un musical más bien flojito, respecto a lo que yo entiendo debe ser un musical de resortes imperecederos, haya causado tal ataque de histeria entre la inmensa mayoría de la cinefilia? (incluyendo a fanáticos del cine a los que respeto profundamente por su exquisito gusto y sensatez). Aún no he encontrado la respuesta. Quizás no la haya. Pues el cine es sobre todo un arte subjetivo que no siempre tiene, gracias a Dios, ningún tipo de explicación lógica.

Ahora bien. El tremendo éxito cosechado por una película perteneciente a un género que parecía enterrado en la memoria colectiva como una especie de pieza de museo de arqueología, ha tenido un fruto positivo. Y este ha sido el hecho de que muchos hayan vuelto la vista atrás para investigar aquellas obras del musical clásico que permanecían olvidadas para el gran público, propiciando un efecto boomerang de consecuencias virtuosas, permitiendo el rescate de estas fantásticas películas.

Porque durante los años treinta (con la irrupción del sonoro merced a nombres como Lloyd Bacon, Busby Berkeley, Fred Astaire, Ginger Rogers y otros muchos artesanos de Hollywood) hasta bien entrados los años cincuenta (gracias a la aportación de figuras como Gene Kelly, Stanley Donen, Vincente Minelli, Charles Walters y otros cineastas que desempeñaron fundamentalmente su labor en los estudios de la Metro Goldwyn Mayer) el género musical creció como la espuma alcanzando gran popularidad entre las clases más humildes de esos Estados Unidos que volvían a renacer tras la firma del armisticio que dio lugar al fin de la II Guerra Mundial. Pues en época de carestías, desgracias y destrucción el musical fue ese clavo ardiendo al que se agarró toda una generación de norteamericanos que soñaban con un mundo mejor repleto de felicidad y technicolor. Un cine que se fundamentaba en la alegría de vivir, en el gozo sin límites, en el universo de los sueños efímeros en frente de las pesadillas cotidianas, en historias románticas algo almibaradas y en la picardía. Todo ello adornado con unos números musicales de alta escuela, vertebrados a través de unas coreografías de ensueño donde todos bailaban al mismo ritmo sin desajustes de sincronización. Y que música. Una música orquestada por excelentes compositores, la creme de la creme del arte mundial.

Y entre todos estos nombres de oro destacó Gene Kelly. Sin duda uno de esos artistas del renacimiento que eligió el cine como medio de expresión. Bailarín, coreógrafo, actor, productor, director… y todas estas facetas ejecutadas con maestría y excelencia. Los musicales de Gene Kelly ostentaban todo lo que debía poseer una obra de esta estirpe para poder cautivar. Una historia sencilla cuya principal misión consistía en ofrecer el contexto perfecto para la inclusión de números musicales en el discurrir de la epopeya. Rubricando el producto con unas coreografías complejas, a veces abstractas, donde todos los bailarines cumplían su cometido sin posibilidad de fallo, pues eran rodadas sin trampa ni cartón mediante unos poderosos planos secuencia fotografiados en grúa en los cuales la cámara bailaba al son de los protagonistas moviéndose como una escurridiza serpiente de un lado a otro del escenario.

Esa es la esencia del musical. De ese género construido con el esfuerzo de esos amantes de la danza que adoptaron al séptimo arte como paisaje natural de sus inquietudes. Y eso es Invitación a la danza. Sin duda uno de los musicales más puros, hermosos y poéticos jamás filmados. Y también la película maldita de Gene Kelly. Pues el autor de Cantando bajo la lluvia decidió rechazar los papeles de fácil triunfo, pero escaso intelecto, que tras el enorme éxito alcanzado con la película co-dirigida con Stanley Donen se le presentaban, para arriesgarse con la realización de una película de autor. Un proyecto que ambicionaba edificar el musical total. Un capítulo tan extraño como excitante exento de diálogos, únicamente narrado a través de la música, la danza y las coreografías, sin posibilidad que las palabras contaminaran la esencia de lo inmaculado. Un desafío cuya complejidad embarcó al maestro en una odisea que duró casi tres años de trabajo.

A pesar de contar con el apoyo de los principales magnates de la Metro, la película se convirtió en un rotundo fracaso de taquilla. Y es que Invitación a la danza no era para nada el típico producto made in Hollywood. Al revés. Observada hoy en día, resulta de agradecer que un gran estudio decidiera apostar dinero por un caballo marcado con la señal de perdedor en cuanto a las preferencias de un público, el del musical, no acostumbrado en general a ejercitar en demasía el cerebro. Un público al que no me cuesta ver escasamente comprometido con una película que requería un compromiso pleno y sin fisuras para ser disfrutado en plenitud. Pero la ausencia de taquilla no supuso un resbalón para Kelly. Puesto que lejos de suponer un desperdicio, Invitación a la danza recogió el prestigioso Oso de Oro en el Festival de Berlín de 1956, convirtiéndose en uno de los primeros musicales galardonados en un Festival Internacional de renombre.

A quien no le guste la música ni la danza, la película le supondrá un dolor de muelas. Porque Invitación a la danza se alza como un honesto, hermoso y apasionado homenaje al mundo de la danza en general y al género musical en particular, sin ningún tipo de disfraz ni engaño. Kelly echó toda la carne en el asador, componiendo un cuadro engalanado con brochazos de ballet clásico, de teatro silente, de números de revista e incluso con ciertas parafernalias que abrazaban el mundo del circo. Y es que la cinta ideada por Kelly detenta los vértices de una pieza de jazz, sincopada, imperfecta, irregular… pero enormemente seductora y que por tanto merece ser escuchada sin pausas, sin reflexiones, sin espíritu crítico. Únicamente dejándose llevar por la música y la espectacular escenografía surgida de la mente del genio estadounidense.

En este sentido, Kelly optó por acuñar una especie de película de episodios, algo muy de moda en la década de los cincuenta, articulando tres pequeños cuentos, muy diferentes entre sí, de media hora de duración, cuya conexión se fundaba principalmente en emplear la danza como medio de expresión narrativa. La primera historia, titulada Circus, se localiza en una época pretérita, narrando la historia de un mimo (Gene Kelly) que se haya perdidamente enamorado de su compañera de función. Sin embargo ésta desecha el amor del payaso, pues su corazón pertenece a un equilibrista que cada día arriesga su vida mostrando sus actitudes para mantener el equilibrio en lo alto de una delgada cuerda sin ningún tipo de red que lo proteja. Cegado por los celos, el mimo tratará de conquistar a su amor ejerciendo una labor para la que no está preparado. En este pequeño cuento romántico, destaca el atlético número musical de apertura protagonizado por Gene Kelly junto a varios acompañantes vestidos de payaso cincelado a través de varios planos secuencia empalmados por unos minúsculos cortes de montaje que ofrecen una fantástica sensación de continuidad, así como la romántica danza orquestada en un hipnótico claroscuro pleno de solemnidad por los magníficos Igor Youskevitch y Claire Sombert.

Tras esta maravilla, arrancará el segundo capítulo titulado Ring around the Rosy, sin duda el vector más complejo desde el punto de vista de guión, pero de resultado ciertamente soberbio. La historia narra el destino de una pulsera que va cambiando de propietario conforme los protagonistas van encontrándose y enamorándose con la misma facilidad que Kelly ejecuta un paso de claqué. La trama no tiene para nada desperdicio, contando de un modo sencillo una intrincada madeja de infidelidades, amores trazados por la flecha de cupido, traiciones, y femmes fatales (con un simpático guiño a este arquetipo a través de un personaje que se mimetiza en su peinado y actitudes con Veronica Lake) que desembocarán en una especie de metáfora sobre el carácter circular y maldito que ostentan las historias de amor. El argumento toma como referencia a algunas cintas clásicas como Seis Destinos de Duvivier, maquillando un ejercicio de estilo que mezcla números de danza clásica, claqué, foxtrot y jazz culminando con un espectacular número urbano bailado por Kelly con la legendaria Tamara Toumanova en una coreografía de roza la perfección tanto en sincronía como en confección, evocando a la inolvidable danza ejecutada por Kelly en Cantando bajo la lluvia junto a la Charisse merced a esos decorados irreales de un Nueva York nocturno y fantasmal pintado en technicolor bajo los acordes de un humeante saxo.

Y para rematar la faena, la tercera historia, Sinbad the Sailor, supone un homenaje a esos ambientes que encumbraron al maestro. A esos marineros alocados de Levando Anclas y Un día en Nueva York que pasean sus ganas de divertirse por parajes misteriosos de incierto destino. En este caso el emblemático marinero Kelly deambulará por las callejuelas de una mercadillo de oriente abrazando las páginas de las mil y una noches. Así, éste adquirirá una lámpara maravillosa con su inseparable genio, en este caso un niño que no hace ascos en compartir un baile desenfrenado con su dueño. Un baile que dará paso a continuación a otra de las obsesiones de Kelly: la innovación que suponía aunar en un mismo ‹frame› el mundo real con la animación. Así marinero y genio se moverán al son de la música por los escenarios animados dibujados por Hanna-Barbera compartiendo tablas con una serpiente de caderas enroscadas, con un par de guardianes que zapatean alegremente junto a Kelly unas hipnóticas secuencias de baile para culminar con una danza sensible y tierna entre el enérgico Kelly y la misteriosa Sherezade, un punto que sirve de botón de muestra de la pasión innovadora que ostentaba un Gene Kelly quien siempre trataba de explotar las oportunidades que la aplicación de los incipientes efectos especiales podían proporcionar al cine musical con objeto de fascinar al público (quien no se acuerda de ese baile vestido igualmente de marinero junto al ratón Jerry en Levando Anclas).

Todo lo expuesto convierte a Invitación a la danza en uno de los musicales más personales, potentes y novedosos de la historia del cine. Una obra de autor que no buscaba el aplauso fácil, sino que trataba de cautivar a una nueva generación de adictos a la danza y al arte en general. Porque sin duda Invitación a la danza conserva ese aroma a cine clásico en todos los sentidos. Un cine arriesgado y terriblemente bello. Un cine muy entretenido, que se disfruta en un abrir y cerrar de ojos sin hueco para el aburrimiento, siendo la carencia de diálogos en el caso que nos ocupa un recurso que embellece el contorno del asombroso proyecto de Kelly. Un proyecto que perseguía rendir un sincero, honesto y entusiasta homenaje al cine, a la danza y a la música. Objetivos que permiten ensalzar a éste como si no el mejor, como uno de los mejores musicales de la historia del cine.

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