Hausu (Nobuhiko Ôbayashi)

Mucho se le ha acusado a una película como Hausu el que coquetee constantemente con el ridículo más esperpéntico y con la más ajena de las vergüenzas. Y el problema, como siempre, es el prisma con el que los adultos nos acercamos a ella. Es por ello que surge una entrañable contradicción con el film de Ôbayashi: no es especialmente recomendable que la vean los infantes —sobre todo en lo que se refiere a sus formas y a su puesta en escena— pero ellos serían los que mejor entenderían los miedos y temores que germinan entre las cuatro paredes de una mansión encantada.

Durante todo el metraje de Hausu subyace un mensaje de pureza —tanto a nivel formal como conceptual— y transparencia que necesita ser exteriorizado, ya sea de forma sutil o con brocha gorda. Pero Ôbayashi rehúye de todo academicismo —lo veremos desde la primera secuencia de la película, tranquilos— y no mostrará ningún tipo de concesión a la hora de poner en escena los delirios —¿alguien que escribe sobre Hausu puede obviar esta palabra?— más ‹kitsch› y psicotrópicos imaginables. Es ahí donde reside parte de la grandeza de la película: en su capacidad endiablada para emerger como fuente inagotable de recursos cinematográficos y de sorpresas. Con esto último no me refiero estrictamente a entresijos del guión —que, todo quepa decirlo, se sustenta en base a arquetipos del género, aunque sea de forma premeditada y con pretensiones de parodia— sino a la apuesta formal de Ôbayashi, que acaba dando como resultado un pastiche de efectos, composiciones y transiciones entre escenas que harán las delicias de todo ‹hipster› del género que se precie.

Es cierto, su estética trasnochada, los decorados de cartón-piedra, el tufillo a serie Z o el montaje —muchas veces— barroco hieden desde el comienzo, dando una sensación errónea de impostura y premeditación. No es así. Hausu es un torrente de ideas que evita con sorprendente brillantez que quede ahogada en su propio vómito, es una liberación creativo-artística que no conoce límites y que aboga en todo momento por ser fiel a sí misma, aunque, como he comentado al principio, bordee con demasiada alegría la fina línea entre el ridículo y la genialidad.

Pero centrémonos en su historia. En la superficie encontramos un grupo de siete féminas adolescentes que, por designios azarosos —más bien sobrenaturales, siendo el hilo conductor un hermoso gato blanco— acaban habitando, durante sus vacaciones de verano, en la mansión de la parienta de una de ellas. Presumiblemente, una mansión encantada. Y aquí vuelve a aparecer una nueva contradicción: dentro de la previsibilidad del argumento, todo lo que ocurre en la película es imprevisible. Que no desanimen a nadie los primeros veinte minutos de película, pues en ellos se condensan los momentos más flojos de esta marcianada japonesa. Si a partir del momento en que las chicas entran en la mansión la atmósfera se torna algo más malsana y terrorífica, en la presentación inicial de los personajes el tono resulta excesivamente pomposo y naif, con tramos de culebrón venezolano que, personalmente, le hacen un flaco favor a la película y se dilatan más de lo deseable.

Todo sea para acercarnos a un tramo final maravilloso que se nos muestra como un auténtico viaje triposo al fin del mundo y en el cual más se luce el genio creativo de Ôbayashi. Que no se preocupen aquellos que busquen pechos púberes, los encontrarán. Que no se preocupen aquellos que busquen sangre, la encontrarán —aunque esté dibujada sobre el negativo—. Que no se preocupen aquellos que simplemente, buscan pasar un buen rato, lo encontrarán. Y es que no sólo es eso Hausu: en su deseo insaciable de sorprender al espectador, se acaba convirtiendo en una obra experimental, que sabe conjugar con mucho talento —aunque la mayoría lo tacharán de infame— una amalgama de géneros y arquetipos del ‹J-Horror› y que, si bien podrá despertar odios o amores, es una película que no deja indiferente a nadie. ¿O acaso creeríais que parte del guión está completado con el imaginario y las ideas de la hija del director, de siete años? ¿O que fue un intento de respuesta nipona al éxito de Spielberg, Tiburón? Como iba diciendo, los ases bajo la manga de Hausu parecen inagotables, aún cuando el rotulito que da fin a la película ha aparecido. Y es que ahora ya nadie podrá fiarse de los gatos blancos.

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