Hace un millón de años (Don Chaffey)

He aquí una rara avis en el panorama general de la Hammer, que abandona el terror gótico que caracterizaba la mayor parte de su producción para establecer un nuevo subgénero, el de la aventura prehistórica (ligeramente erótica), tomando como base la anterior Hace un millón de años (One Million B.C., Hal Roach & Hal Roach Jr., 1940). Engendrada en pleno apogeo de la liberación sexual en los años sesenta, Hace un millón de años (One Million Years B.C., Don Chaffey, 1966) hoy día puede verse como un trasnochado divertimento con cuyos símbolos de la cultura pop se forjara una generación maravillada por el escueto bikini de pieles de la espléndida Raquel Welch. Incluso llegó a aprovecharse como reclamo publicitario: «¡Vea a Raquel Welch con el primer bikini de la humanidad!». Resultó en el mayor éxito de taquilla por parte de la Hammer, que volvería a juguetear con el género posteriormente en Mujeres prehistóricas (Slave Girls, Michael Carreras, 1967), Cuando los dinosaurios dominaban la Tierra(When Dinosaurs Ruled the EarthVal, Guest, 1970) y Criaturas olvidadas del mundo (Creatures the World Forgot, Don Chaffey. 1972).

Un fondo negro al que se le aplican diversos filtros y psicodélicos efectos desemboca en una sorprendente erupción volcánica, preparando al espectador desde los primeros instantes ante el delirio prehistórico que se le viene encima. Sin ninguna rigurosidad científica, un narrador sitúa la acción en un mundo en el que sobrevive un puñado de humanos a merced de monstruosas criaturas y graves peligros. Dinosaurios contemporáneos al ser humano primitivo. Con esta primera patada a la historia de la evolución la película se despide, voluntaria o involuntariamente, de cualquier esperanza de verismo que pudiera albergar el espectador, abrazando por el contrario las claves del más puro cine (fantástico) de entretenimiento. Al que suscribe le gusta entenderlo como un detalle que de ingenuo resulta cínico («This is the way it was», decían los carteles) y que además contribuye a acrecentar esa sensación de desconcierto y libertad que caracteriza a la película y a la época en que se pergeñó, que al fin y al cabo es la que motiva y sustenta esta crítica.

Pero los dinosaurios no son el principal problema. La avaricia, la gula y la envidia son los sentimientos que ocupan las limitadas mentes del clan al que pertenece nuestro protagonista, el clan de la Roca, regido exclusivamente por la fuerza bruta. Es cuanto menos curiosa la pesimista visión que se presenta de la especie humana, estableciendo sentimientos tan negativos como primeras muestras de raciocinio en una sociedad primitiva. Volviendo al argumento, nuestro protagonista es expulsado del clan tras una disputa con su padre, líder del grupo, viéndose obligado a emprender un viaje a través de un terreno inexplorado y hostil. A punto de ser devorado por una tortuga gigante (literalmente), es rescatado por la neumática Raquel Welch y su grupo de experimentadas cazadoras y aceptado como nuevo miembro en el más jovial y evolucionado clan de la Ostra. Una serie de desavenencias con los miembros del clan unido a diversos giros de guión prehistóricos (en forma de maquetas de dinosaurio furiosas) propiciarán la evolución de nuestro héroe como ser humano y su introducción en materias inútiles como el amor o la amistad. Pero esto es lo de menos: hablemos de bikinis, de iguanas y de maquetas de dinosaurio.

Porque los tramos en los que de verdad despega la obra son aquellos de transición y contienda, los que definen su carácter general y certifican su condición de rareza. No me interesa destacar su endeble guión, limitado por la completa falta de diálogos, con personajes que sólo pueden reflejar las emociones más básicas. Yo disfruto con lo áspero del paisaje (rodado en las islas Canarias) y con el desparpajo general, con los bikinis de pieles mojados, barbas postizas y melenas teñidas, con los calzoncillos de lycra debajo del taparrabos. También lo hago con la cuestionable separación racial, con los avanzados arios del clan de la Ostra enfrentados a los morenos, sucios y torpes miembros del clan de la Roca. Me sorprendo con la aparición de una iguana haciendo las veces de dinosaurio, también con la araña gigante acompañada de su amigo el grillo, las erupciones, los desmembramientos humanos por parte de increíbles maquetas o los desprendimientos de cartón piedra que más tarde introdujera Kubrick en el sueño epifánico de Alex.

Ahora, un párrafo para el gran Ray Harryhausen, cuyas increíbles secuencias de animación ‹stop motion› hacen que cualquier obra merezca la pena. Con un enfoque totalmente tradicional, los movimientos de sus maquetas están cuidados al detalle en busca de una conseguida (y supuesta en el caso de los dinosaurios) veracidad, ya sea mediante un movimiento de cola, la respiración o el parpadeo. Dicho esto, también es justo destacar el correcto trabajo de dirección por parte de Don Chaffey que permite que una escena tan compleja como la del ataque del dinosaurio al poblado de la Ostra (por la constante interacción entre actores y la animación de las maquetas superpuesta) resulte tan intensa y sorprendente. Resulta curioso como las grandes producciones actuales, con el CGI, 3D y demás siglas como bandera, principio y fin, sólo consiguen que apreciemos el encanto de una aproximación más artesanal a los efectos especiales, que conserva su dinamismo y capacidad de fascinación con el paso de los años, por mucho que sus costuras queden totalmente al descubierto ante una mirada actual. Y no hablo desde la nostalgia, ya que no crecí con obras como Furia de titanes (Clash of the Titans, Desmond Davis, 1981) o Jasón y los argonautas (Jason and the Argonauts, Don Chaffey, 1963), lo hago desde la más sencilla admiración de alguien que creció con, yo que sé, Goku y Son Gohan.

Como apunte final que vuelve a sacar a la luz el tono pesimista que se esconde tras una obra ligera y disparatada como esta, destaca el carácter conciliador de una naturaleza poderosa y cruel, que da lugar a un abrupto, apocalíptico y pirotécnico final, eliminando de raíz todas las disputas absurdas que siempre han caracterizado nuestra especie. O quizá simplemente sea un medio que posibilite la maravillosa traca final, con esos gloriosos minutos de erupciones, desprendimientos y hombres, dinosaurios e iguanas precipitándose en el vacío. Lo mismo me da.

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