Genezis (Árpád Bogdán)

Desde su secuencia de abertura, Genezis, el segundo largometraje del autor de Happy New Life (2007), Árpád Bogdán, ya deja muy claro cuál es el tipo de cine al que se adscribe, pues la filmación con cámara al hombro, el uso de luz natural, el encuadre de los personajes desde la espalda de los mismos y a su nivel de altura, el protagonismo de actores no profesionales, etc., etc., son técnicas muy particulares y características del ‹cinéma vérité›, las cuales, la mayoría de las veces, son empleadas en las obras de corte social y crítico.

La película es, en esta línea, un alegato, tan bello como contundente, en contra del racismo y de la xenofobia; algo que, a estas alturas de la evolución humana, tendría que haber quedado en el pasado pero que, vistos los derroteros actuales de la política mundial, en la que los discursos ultraderechistas y populistas triunfan por doquier —como lo prueban energúmenos de la talla de Donald Trump, Jair Bolsonaro, Marine Le Pen, Santiago Abascal o Jimmie Åkesson—, se trata de un problema que, por desgracia, está más vigente que nunca, lo que hace bueno el viejo proverbio de que «el hombre es el único animal que tropieza dos veces en la misma piedra».

Pese a ello, e incluso inspirándose en los indignantes incidentes reales acaecidos hace ahora una década en el país en el que se desarrolla la acción, Hungría, cuando grupos fascistas armados atentaron contra la población gitana romaní en sus propias casas, el filme consigue saldar su desagarrada historia con notas positivas. Estructurado en tres capítulos que son, asimismo, tres relatos complementarios de una misma historia, la de la sociedad húngara de nuestros días, Genezis contrapone a lo largo de sus 120 minutos de duración la belleza del paisaje a la mezquindad del comportamiento humano. Ello explica que se repitan una serie de notas de estilización discursivas ajenas al cine de visos documentales, pero asimismo utilizadas con eficacia por quienes practican la denuncia social, léase el empleo puntual de la música extradiegética (a cargo de Mihály Vig, colaborador habitual de Béla Tarr) o el uso de alegorías visuales. No en vano, la fotografía de Tamás Dobos a menudo se delecta en marcados claroscuros, donde un punto luminoso (una hoguera, una linterna, las luces de un coche…) rompe la omnipresencia de la negritud, en clara alusión a la importancia de los gestos individuales de bondad (de “luz”) para acabar con el aparente predominio del mal (de la “oscuridad”). Lo mismo puede decirse de un conjunto de paralelismos internos que se establecen entre las tres partes de la trama, merced al exquisito montaje de Péter Politzer; y es que, si bien la historia de Ricsi (Milán Csordás), un niño gitano que ve morir a su familia, parece tener poco que ver con la de Virág (Eniko Anna Illesi), una adolescente sorda que se queda preñada, o con la de Hanna (Anna Marie Cseh), una abogada de mediana edad que ha perdido a su hija en un accidente, los tres protagonistas terminan por mostrar unos comportamientos en común que los hermanan como ejemplos de lo mejor del ser humano. De ahí que Ricsi perdone la vida del hombre al que considera el causante de todas sus desgracias; que Virág, como una superheroína de cómic, utilice su arco para impartir justicia, y que Hanna se niegue a defender a Misi (Tamás Ravasz). De este modo, cuando veamos a los tres sumergirse completamente en agua, cada uno según sus circunstancias, se establecerá un paralelismo que, desde un punto de vista religioso, implica renacimiento, resurrección, pero también, bajo una perspectiva más prosaica, principio y creación, vida. En consecuencia, y si ‹a priori› el espectador sospecha que el “génesis” al que alude el título de la cinta es el origen del odio que solamente engendra odio, hasta el punto de empañar el comportamiento de las víctimas, como les sucede a Ricsi y a Virág, finalmente sabremos que ese inicio es el de una nueva realidad más justa, basada en el perdón, la empatía y la solidaridad; esto es, un génesis con todas las de la ley.

En este sentido, no es casualidad que, a pesar de dejar claras sus simpatías y antipatías, Bogdán posea el valor —y la lucidez— de no dibujar a los responsables de las atrocidades descritas como planos villanos, sino más bien como personas profundamente equivocadas, igual que los héroes de la intriga tampoco son seres superiores sin mácula alguna.

Respuesta de su realizador y guionista al enrarecido clima político de su nación, con el auge del repugnante partido Jobbik, cuyos vomitivos líderes no se cortan un pelo al calificar a gitanos y judíos de animales y alentar a sus militantes en pro de su exterminio, Genezis pretende demostrar que, incluso en una sociedad marcada por la estupidez y el odio más abyectos, los finales felices son posibles simplemente con un poco de compasión y humanidad.

Estructurada de forma similar a Amores perros (2000) de Alejandro González Iñárritu; moviéndose en el mismo universo moral que la filmografía de los nunca suficientemente ponderados hermanos Dardenne; con un análisis sociológico del mal y de la violencia que tiene puntos de contacto con el de 71 fragmentos de una cronología del azar (1994) de Michael Haneke; y, por supuesto, retratando la misma realidad que Sólo el viento (2012) de Benedek Fliegauf, Genezis es, según lo expuesto, una oda a aquello que engrandece a la humanidad en medio de sus abominaciones y sus crímenes, así como un recordatorio —más que necesario, apremiante— de que es menester mirar siempre, siempre, hacia el futuro, encarnado en las nuevas generaciones: el hijo nonato que ignorará el racismo de su progenitor; la adopción de un niño gitano por parte de personas de distinta etnia, y el regreso de Ricsi al redil gracias a su padre.

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