El fotograma… por Cine Maldito

Celebramos tres años en la web que se ha convertido en nuestro hogar. Cine Maldito crece cada día, y esta es una buena ocasión para no olvidar nuestros orígenes. Entre tartas y velas encontramos un momento para rescatar nuestro fotograma maldito, esa imagen congelada que se ha grabado en nuestra retina. Somos tan imperfectos como esta pausa temporal que acabamos de robar, y esperamos seguir cumpliendo muchos años junto a vosotros, gritando un «gracias» a los de siempre, un «bienvenidos» a los recién llegados, juntos más y mejor.

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Adiós, resplandor del verano (Yoshishige Yoshida)

Adiós, resplandor del verano

Con una estética cercana a El año pasado en Marienbad (1961), pero llena de color, resulta difícil escoger sólo una escena de Adiós, resplandor del verano, de Yoshishige Yoshida.

La búsqueda de una antigua catedral europea por parte de uno de los protagonistas sirve como base para crear y desarrollar una extraña, misteriosa y atractiva relación entre dos personajes de nacionalidad japonesa que viajarán por la mitad de nuestro continente, creando una gran cantidad de imágenes memorables como la mostrada aquí. La clave: cuando los protagonistas están juntos, los lugares por los que caminan están prácticamente desiertos; cuando viajan separados, el entorno se encuentra más atestado de gente, generalmente.

Esta es una cinta llena de puntos de vista, encanto y armonía; de secuencias evocadoras y sugestivas. Y además cuenta con una Mariko Okada —esposa del director— que añade mayor belleza a cada encuadre. Después de todo, es la actriz que mejor ha sabido representar una catedral abandonada con forma de mujer, un olivo olvidado bajo el resplandor de un sol rojo y hasta una golondrina en el cielo.

Por otra parte, es una película que incide en la situación japonesa de posguerra, que ahonda en el carácter de un país y de una población marcada por los bombardeos atómicos sobre Hiroshima y Nagasaki, a través de diferentes ciudades europeas (Lisboa, Madrid, París, Ámsterdam, Copenhague, Roma, etc.), cuyas representaciones y metáforas se mueven entre los sueños y la realidad, y sobre todo en el vacío. Pero Adiós, resplandor del verano también habla del descubrimiento, la pasión, la infidelidad, el deseo, la libertad, la llama inagotable (y pasajera) que nos une, el paso del tiempo, las ruinas, y, al final, de todo lo que hemos perdido… menos ese miedo a pensar que te habrás ido.

por Alberto Mulas

 

Altiplano (Peter Brosens y Jessica Woodworth)

Altiplano

Altiplano es la segunda parte de la trilogía de Peter Brosens y Jessica Woodworth que se centra en la belicosa conexión del ser humano con su entorno natural, en el incondicional apego de ciertas culturas hacia su tierra, y en el contraste entre tradición y contemporaneidad, siempre bajo una inquietante sensación de misterio, de pérdida y de catástrofe en el ambiente por los improcedentes designios de la naturaleza y de la condición humana. En Altiplano se preocupan especialmente de la lucha de algunos habitantes de un pueblo peruano contra la mezquindad de las empresas extranjeras que contaminan su tierra y contra la propia ignorancia de sus vecinos que vanaglorian místicamente lo que ellos consideraban un milagro y les está matando poco a poco.

Tal y como sucede en las otras dos películas del tríptico, el dúo belga/estadounidense presenta una historia con un marcado aire documental y cargada de un bello lirismo visual que se detiene en la exposición de espacios fantasmagóricos en los que sus alterados personajes deambulan en algunas fases como si estuviesen en el limbo o en un sueño, con una narrativa en la que la palabra siempre tiene una trascendencia secundaria. Brosens y Woodworth vuelven a deleitarnos con su enfoque ambiental gobernado por eternos planos secuencia dotados de un estilizado poder fotográfico y un talentoso dominio del encuadre, proporcionando innumerables capturas atoradas de un atractivo simbolismo y el excepcional sentido pictórico de la imagen elegida; utilizado no por un mero capricho esteticista, sino al servicio del contundente discurso ecologista y humanista que caracteriza a las tres obras de esta reivindicable trilogía que forma junto a Khadak y La quinta estación.

por Pep S. Ledoux

 

Innocence (Lucile Hadzihalilovic)

Innocence

Las apariencias no engañan, vulneran nuestra realidad. Se dice que si dejas un recién nacido sobre su madre, se arrastrará hasta encontrar el pezón y empezar a comer. Olfato para unos. Instinto lleno de pureza, en realidad.

Innocence se mueve entre los bosques para congraciarse con la infancia, sin más expectativas. Pequeñas corriendo a su antojo, diferenciadas por las cintas de colores que envuelven sus trenzas, delatando el espíritu que las envuelve, contrario a su tonalidad. A cada momento se encierra la gran belleza de la esencia de esa inocencia perdida al nacer.

Es esa llegada al mundo la que sobreviene en esta escena con la que comienza la película: un ataud rodeado de niñas, una de ellas aparece en su interior, poco a poco despierta, es un juguete nuevo que contemplar, con los ojos muy abiertos, sin temor ante el significado, sin prejuicios ante lo desconocido. Es sólo un juego más, manipulado por adultos para transmitir todo aquello que ya no recordamos. Es aquí donde se vulnera esta fragilidad, nosotros miramos y adaptamos el juego a nuestro antojo, hay algo más que inocencia tras sus actos, crudos o apasionados, infantiles pero con el convencimiento de que sus roles, olvidados en el futuro, las convierten en hadas de los bosques, que se mimetizan en un intento de colorear la realidad. La pureza del instinto.

por Cristina Ejarque

 

It Follows (David Robert Mitchell)

it follows

Un fotograma de aparente intrascendencia. Una secuencia marcada por lo anodino del proceso que cuenta: una chica maquillándose para una cita. En este sentido este plano no deja de contener el resumen formal, temático, e incluso intencional de lo que es It follows.

Y es que bajo la capa de ese cierto aburrimiento grisáceo vital, está la emoción de la cita sexual en el pintalabios, las 3 flores que marcan las relaciones trascendentes en la película. Y por supuesto las fotos. El padre ausente con la hija, la piscina como rito de paso y sobre todo, las 3 edades de la protagonista. Niña en la foto paterna, adolescente en el agua, casi adulta reflejada en el espejo.

Un plano pues que a través de lo sintético, de lo concrecional, mediante una sutil disposición de los elementos nos expone todos los ejes temáticos clave en el transcurrir del film. Un plano, pues, que al igual que la película, hace de la exposición de lo evidente la mejor manera de disimular sus cargas de profundidad. Al fin y al cabo It Follows nos habla de esos miedos que nos empeñamos en ocultarnos a nosotros mismos: niña, adolescente, adulta. Solo queda el último cambio: muerte.

por Álex P. Lascort

 

La casa de las ventanas que ríen (Pupi Avati)

La casa

Uno de los mayores encantos de los gialli reside en la traslación del espíritu pulp de sus orígenes literarios a loa sofisticación visual planteada en sus títulos más relevantes, en la que los Bava y Argento originaban un estilismo lumínico y preciosista donde adornar la sutil sordidez del siempre habitual lado morboso del asesinato. Pupi Avati, olvidado cineasta de la época, planteó en su La casa de las ventanas que ríen el transbordo de los enigmáticos planteamientos del suspense del género al siempre interesante y cautivador terreno rural.

Con la historia de Stefano, el joven restaurador que es encomendado a una cotidiana labor en un pueblo de habitual fisonomía pero enrarecida atmósfera, Avati hereda los efluvios de sofocante clima y latente excentricidad de The Wicker Man que, como en el film británico, culminará en una pesadilla de surrealista clímax. El director italiano hace suya la premisa argumental del urbanita enfrentado a un mal recóndito que emerge en un clima cada vez más viciado, planteando unos atrayentes puntos estéticos que lejos de las típicas artimañas luminosas del género aquí planean sobre una sordidez nacida a raíz de un paraje que se ve decadente y decrépito; así lo simboliza ese caserón de aspecto hediondo que da nombre al film, simbolizando las extrañas e inusuales, a la par que acertadas, emanaciones visuales que plantea el director sobre uno de los giallo más insólitos y peculiares que se recuerdan.

por Dani Rodríguez

 

Largo fin de semana (Colin Eggleston)

Largo fin de semana

Una estampa como cualquier otra, la de un juguete roto, perdido y mellado por el tiempo y los elementos, servía a Colin Eggleston a finales de los 70 para deformar una perspectiva, un género. Así, lo que se deducía como un drama sobre una pareja al borde de su circunstancia teñido por un eco-terror visceral, se transformaba en manos del australiano en algo más: las piezas introducidas en el engranaje —un extraño ser acuático, una furgoneta abandonada, una muñeca…— llevaban Largo fin de semana a un territorio inhóspito, como si incluso conociendo cual era la fuente del horror, todo aquello pudiese dar un vuelco en cualquier momento.

Algo que podría resultar un hecho aislado quedó no obstante impreso en una cinematografía, la australiana, que encontró en el cine de género (el llamado Ozploitation) mucho más que un arma, un potente reflejo donde la condición aussie se plasmaba en algo más que un género o una temática. Era la imagen, y su indómito carácter, lo que lograba llevar ese horror conocido a nuevos páramos a través de los que escudriñar otro horizonte. Sin necesidad de hallar un salvajismo heredado de su condición de exploit (aunque en ocasiones lo hubo), su insólita, incluso extravagante naturaleza era lo que llevó a una pequeña isla a convertirse en un hervidero de ideas e imágenes estampadas a fuego en la retina.

Sí, quizá Largo fin de semana fue una muestra al fin y al cabo refinada, pero donde esa voluntad, la de conferir un carácter incontestable y propio a la imagen, seguía dibujando estampas que incluso 50 años después continúan suscitando un debate que no sólo enriquece una perspectiva única, la perpetúa como pocas lo han logrado.

por Rubén Collazos

 

Les rencontres d’après minuit (Yann Gonzalez)

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La ópera prima del director Yann Gonzalez, Les rencontres d’après minuit, es una alegoría a los deseos más primarios y enloquecidos del ser humano. A través de siete personajes con roles muy definidos pero con un único objetivo, el sexo, se intercalan diferencias y semejanzas que constituyen la personalidad. Amor, deseo, vigor, ternura, rechazo, inmadurez y desconfianza se entremezclan para crear poesía entre las imágenes y el diálogo.

El fotograma seleccionado explica todo y nada. Mediante el paso del tiempo y los sueños (vistos desde un pensamiento poético) se forja nuestra personalidad, y lo que a priori parece esencial, precisa de una pesquisa para llegar al comienzo de lo que somos y en qué nos hemos convertido. ‘La Chienne’ se encuentra ante unos senos cuando ella deja de jugar el papel que le ha tocado en su vida de erotismo y genitales, para así enfrentarse a sus propios problemas internos y llegar, finalmente, ante la figura de su madre. Siendo un punto concreto en la cinta, ejemplifica la idea del argumento. Todos se presentan ante el mundo como una representación de ellos mismos, con aspiraciones diferentes; sin embargo, acaban dándose cuenta de que están cortados por el mismo patrón. Una imagen tan minimalista y simplificada con un fondo negro, donde los pechos realizan el papel protagonista sosteniendo el llanto de una mujer que actúa de juguete roto enseña la vulnerabilidad y la exposición ante un mundo en el que nunca encontraremos nuestro sitio.

por Josué Castellano

 

Los libros de Próspero (Peter Greenaway)

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El cine. Para los cinéfilos es el arte de todas las artes. Para sus artesanos un medio de expresión de esas pesadillas artísticas que subliman la pantalla. Porque el cine es estímulo ya sea éste visual, sentimental o puramente alucinógeno. Los libros de Próspero se destapa como el film más desatado de Peter Greenaway. Un maestro de la combinación lisérgica de lo teórico y lo confuso. De lo abstruso y la realidad más cotidiana. Un film sublime que construye un universo onírico y onanista escupiendo un lenguaje culinario propio de un artista envenado por los olores que acechan lo divergente.

Áspera, experimental, literaria y pictórica, Greenaway edificó en Los Libros de Próspero una personal muestra de metalenguaje cinematográfico a través de la adaptación mediante retratos icónicos de la tragedia Shakesperiana La Tempestad. Para ello contó con la colaboración de un coloso de la interpretación como Sir John Gielgud quien muta por obra y gracia de su creador en un sátiro protagonista que empapará con su voz y presencia los recovecos de un escenario que absorbe la esencia del teatro y de la pintura del siglo XVI en un compendio que carece de estructuras formales, dando lugar pues a una obra descomunal, oscura y disidente de toda línea de interpretación del dialecto narrativo clásico.

Porque Peter Greenaway legó a los cinéfilos más exigentes gracias a Los Libros de Próspero su obra más excesiva, hipnótica y dominante fusionando las artes clásicas con objeto de forjar un séptimo monumento. Y es que resulta difícil hallar en el séptimo arte obra similar que supere en libertinaje, composición descarnada y arrebato los desaires de un autor con pretensiones de transgredir los dogmas establecidos.

por Rubén Redondo

 

Sex Hunter (Toshiharu Ikeda)

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El cuerpo desnudo y atado de una mujer como paradigma visual de todo un subgénero: el pinku eiga. Dejemos la corrección política al margen: en este modelo cinematográfico dirigido al bajo vientre, la mujer es reducida al valor de su propia carne. Cosificada y despojada de voluntad, deviene juguete sexual de hombres depravados que, en cierto modo, constituyen una propia extensión (culpable) del deseo del espectador. Nada que se aleje demasiado del sentido intrínseco del porno, a no ser por las vibraciones subversivas que a veces lo recorren, y que llegan a convertir relatos aparentemente misóginos en fuertes diatribas feministas dispuestas a poner en entredicho no sólo la figura del macho alfa, sino el papel (a menudo sumiso y cómplice) que juega la mujer dentro de la perpetuación de la dominación masculina.

En Sex Hunter ocurre un poco eso, al retratar la pérdida de la inocencia de su protagonista en clave de liberación sexual femenina. Relato sadiano de corrupción (la flor virginal abriéndose a los sucios placeres del deseo a través de las malas artes de una pareja que parece sacada de la mente de Choderlos de Laclos), se anticipa al Cisne negro de Aranofski para contar la conversión de una joven ingenua en un pletórico animal sexual. Con más imaginación visual de la acostumbrada (ese clímax final con lluvia torrencial inundando la pieza, trasunto metafórico de la lubricidad desatada de su protagonista), y una retahíla de perversiones sexuales que incluyen incesto, sadomasoquismo, voyeurismo y hasta sexo con discapacitados, la cinta se las apaña para ser no buena en sentido estricto (carece de credibilidad), pero sí divertida y cáustica, además de erótica de un modo alegremente amoral. Como apunte curioso: también supone el spot de Coca-Cola más delirante y obsceno de la historia.

por Nacho Villalba

 

The Brig (Jonas Mekas)

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Es casi imposible que un solo fotograma reseñe toda una película o explique su significado, pero el que adjunto, o cualquier otro que hubiese elegido de este filme, sí lo logra, porque representa la trama y contiene el único espacio en donde se desarrollan todas las escenas: un calabozo, en donde militares supervisores humillan a los recluidos.

The Brig, de Jonas Mekas, es una joya del cine independiente y experimental americano de los años 1960s. Se rodó en un solo día y el propio director la fotografió con una cámara atada a su cuerpo para captar de cualquier ángulo los gestos y movimientos de los personajes.

Este semidocumental no cuenta una historia integral, ni siquiera tiene un guión estructurado, se auto limita en espacio y tiempo; muestra únicamente lo que pasa un día cualquiera en una cárcel militar, resaltando el estricto control a los reclusos y su sometimiento a rituales serviles y ofensas humillantes.

Es un filme impactante y claustrofóbico, que no hace nada por pulir en postproducción su imagen ni sonido, pues busca ser lo más real posible. Todo queda registrado: murmullos, respiraciones, gritos, etc. El espectador asiste a un momento de inquietud, en donde lo monótono se torna llamativo y sorprendente. Será un invitado a observar el abuso que cometen unos humanos sobre otros.

Mekas quiso con este filme consolidar su experimento de adaptar la técnica y la filosofía de la ‹Nouvegue Vague› francesa, dotándola de un estilo propio y rompiendo las reglas establecidas por la gran industria del cine americano.

por Víctor Carvajal Celi

 

Tri (Aleksandar Petrovic)

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Hay una imagen que me persigue insistentemente. Cuando menos me lo espero, vuelve a mi, a traición. Es una imagen bella pero a la vez me jode el alma cada vez que la recuerdo. y es que el rostro suplicante de la cantante Senka Veletanlic al final de la película yugoslava Tri, no se me va nunca de la memoria.

Tri se compone de tres historias al principio, durante y al final de la Segunda Guerra Mundial en Yugoslavia, con un mismo protagonista. En el último relato, nuestro héroe observa por la ventana a un grupo de prisioneros alemanes y colaboradores que esperan un juicio antes de decidirse el aciago futuro que les espera. Entre este grupo de hombres y mujeres, resalta el personaje de Senka, con quien Milos, el protagonista, entabla una conversación de miradas y silencios. Así, se establece un baile de fugaces miradas entre ambos. Milos, a quien hemos visto sufrir la brutalidad de los ocupantes, no consigue comprender que ahora sea su bando, el de los buenos, el de los que han resistido a la invasión, quien perpetre ese acto irracional de apagar una vida humana.

Esa mirada resulta sensual en un primer vistazo. De hecho podemos creer que Milos siente algún tipo de atracción por ella en un primer momento, pero pronto esa mirada suplica, incluso avergonzada, por un perdón que nadie ofrecerá.

Y yo sigo sin quitármela de la cabeza.

por Pablo García Márquez

 

Una página de locura (Teinosuke Kinugasa)

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Una de las primeras obras como director de Teinosuke Kinugasa, Una página de locura es una película marcada por una trayectoria cuyo malditismo es tan patente y casi tan absurdo que resulta encantador. Redescubierta por el propio director en su cobertizo, por pura casualidad, 45 años después de su creación, la cinta había perdido un tercio de su metraje original. Con todo, Kinugasa restauró y distribuyó el material recuperado. El resultado es esta extraña obra muda, claramente influida por los movimientos de vanguardia cinematográfica de la época, que prescinde de intertítulos —aunque inicialmente se exhibía en cines con un narrador oral— y retrata el ambiente viciado y claustrofóbico de un centro psiquiátrico a través de una narración visual delirante e inagotablemente original.

Diluyendo límites entre realidad, sueño y locura, la historia permanece como un misterio sin respuesta clara, deliberadamente ambiguo y abandonado a la libre interpretación del espectador; en cualquier caso, es por encima de cualquier otra consideración un recorrido emocional fascinante, un catálogo de imágenes embriagadoras realizadas a base de pura experimentación visual que conforman una experiencia apasionada y visceral. Y dentro de éste subyace, además, una preciosa y desoladora historia trágica que habla del amor, de la pérdida y de la obsesión por recuperar algo que ya no tiene arreglo. Con unos actores entregados por completo a la vorágine de emociones, destacando además de la pareja protagonista el papel secundario de Eiko Minami como la histérica bailarina de la celda contigua, que desencadena con sus obsesivos bailes, ajenos a todo lo que le rodea, algunas de las escenas más hipnóticas y memorables de esta cinta que en sus apenas 60 minutos no deja de sorprender, fascinar y captar la atención de muy diversas formas en el que es probablemente el delirio más bello que ha dado el cine.

por Javier Abarca

 

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Recuerdos (Woody Allen)

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Dentro de la extensa filmografía de Woody Allen existen varios títulos que podríamos catalogar de malditos, no sólo porque fueron un fracaso de taquilla sino también porque fueron mal entendidos por el público, debido a su carácter de experimento, rareza o excentricidad. Uno de ellos es, sin duda alguna, Stardust Memories (1980), especie de homenaje-parodia de Ocho y Medio de Fellini, adaptado a la personalidad y el buen hacer de Allen. En la cinta, interpreta a Sandy Bates un realizador de comedias en crisis que debe viajar a Cannes para asistir a una retrospectiva de su obra. Esta visita, despertará en el cineasta un serie de evocaciones y recuerdos, entremezclando presente y pasado, más ensoñaciones surrealistas, y en los que aparecen las tres mujeres más importantes de su vida.

Escojo una escena, que aparece cerca del desenlace de la cinta, en la que Sandy (Woody Allen) contempla a Dorrie (Charlotte Rampling), debido a que la conjunción de texto, música e imagen consigue siempre emocionarme hasta la lágrima. Pienso que es uno de los momentos más hermosos del cine de Allen:

Hacía uno de esos días esplendidos de primavera. Era domingo y se notaba que el verano iba a llegar pronto. Recuerdo que aquella mañana Dorrie y yo salimos a dar un paseo por el parque. Volvimos al apartamento. Estábamos tranquilamente sentados. Y…yo puse un disco de Louis Armstrong, una música que no he dejado de amar desde que era chico. Era muy, muy bonita y…levanté la vista y vi a Dorrie sentada delante de mí. Y recuerdo que pensé…en lo preciosa que era y lo mucho que yo la quería. Y no sé…supongo que fue la combinación de todo aquello…el sonido de la música y la brisa y lo hermosa que Dorrie me parecía. Y por un breve instante todo pareció armonizarse perfectamente y yo, yo me sentí feliz. Casi-casi indestructible, en cierto modo. Es curioso, aquel, aquel simple momento de contacto, me emocionó muy, muy profundamente.

Ciertamente, es un momento de relax, de paz, casi poético en un film caótico, desordenado, confuso, loco… el único recuerdo hermoso en la vida del cineasta, el Rosedud de Sandy Bates.

Por Joseph MacGregor

 

Caballero sin espada (Frank Capra)

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Frank Capra dirigía hace más de 75 años una historia que suena tan actual que asusta. En Caballero sin espada Capra nos presenta al Sr. Smith, un joven idealista que es nombrado Senador y, con una ilusión renovada, acude a cumplir su deber de ejercer una representación democrática. Pero se topa con la realidad, una realidad en la que los intereses personales y las comodidades económicas entroncan con esa democracia que guía la labor del Sr. Smith. Después de varios desencuentros, de intentos representativos en balde y de sentimientos de abandono, Mr. Smith estalla y nos ofrece una de las mejores escenas de la historia del cine. En un Senado marchito y apoltronado, acudimos a un discurso largo y sin censura, un discurso que busca el consenso a través de la crítica directa, unas palabras que dejan en evidencia la decadencia de una institución que se entiende representativa de los Estados, que busca cubrir las necesidades de los mismos, pero donde sólo parece estar dispuesto a ello el joven senador recién llegado. Washington intenta acabar con su entusiasmo, pero es el Sr. Smith quien acaba inyectando a la pantalla una buena dosis de sentido común.

De entre todas las imágenes que ofrece su discurso, me quedo con el dedo acusador que apunta a la gran cúpula, tanto arquitectónica como política, de la llamada democracia moderna. Y aunque el mensaje nos sigue diciendo que el pez grande se come al pequeño, no hay que olvidar que las causas perdidas son las únicas por las que merece la pena luchar.

por Kosti Baute