Entrevista a Maider Oleaga, directora de Muga deitzen da Pausoa

La relevante presencia española en la sección Llendes, la más arriesgada dentro de la programación del 56º Festival Internacional de Cine de Gijón, tenía con la última película de Maider Oleaga (Bilbao, 1976) la confirmación de una tendencia muy reconocible dentro de la cinematografía contemporánea del estado español en su hibridación de ficción y no ficción y la mirada de su creadora como eje del punto de vista en su registro directo de la realidad que la rodea. Muga deitzen da Pausoa (Paso al límite) encaja por un lado en la visibilización de una figura histórica prácticamente desconocida —Elbira Zipitria—, que creó el germen de una red de escuelas clandestinas y de un sistema pedagógico propio del euskera durante la dictadura franquista. Su directora usa el espacio privado de la casa que Zipitria utilizó como lugar de conservación y transmisión de la lengua y la cultura vascas para capturar la memoria allí contenida y su propio cuerpo en cámara como presencia espectral que invoca la del sujeto protagonista de su búsqueda. Una búsqueda por el reconocimiento de la labor y la construcción del perfil personal de una mujer que constituye un enigma y que atraviesa en su dimensión social y temporal con la fragmentación de su interior y los ejercicios performativos de Oleaga durante su metraje. La directora vasca habló conmigo de cómo llegó a encontrarse con Elbira Zipitria, su proceso de investigación, la rigurosidad formal que plantea su estructura, la importancia del euskera en el proceso de creación y las relaciones que se forman entre ella misma, Elbira, la casa y el fuera de campo y las memorias que contiene.

Ramón Rey: ¿Cómo descubres a Elbira Zipitria?

Maider Oleaga: Un poco por azar. Había vivido muchos años en México. Estuve siete años viviendo y cuando regresé al País Vasco a vivir me puse a buscar una casa de alquiler en Donosti. Y, antes siquiera de ponerme a buscar, a través de un amigo me dijeron que había un departamento libre y fui a verlo. Y en ese apartamento había una placa fuera que decía que en esa casa había vivido y dado clases Elbira Zipitria. Me quedé con esa casa. Fue un encuentro azaroso en ese sentido. Casi digo que la historia o ella me encontró a mí más que yo a ella, porque era una persona —sigue siéndolo, pero ahora quizá un poco menos— muy desconocida. No sabía nada de su existencia y con esa placa y el dueño de la casa me dijo que aquí hicieron una escuela clandestina en el franquismo Elbira Zipitria… ahí la conocí. Luego ya más tarde empecé a leer de ella. Pero fue azar.

R. R.: A partir de esto y siendo un personaje tan invisible ¿con qué materiales contabas para investigar sobre ella?

M. O.: Al principio me lo tomé con mucha calma. Quería hacer una peli y supe que quería hacer una peli desde que me encontré con la historia, pero precisamente porque era un personaje muy oculto sabía que me iba a tomar mucho tiempo investigar cosas. Lo que hice fue los cauces normales de una investigación casi periodística. Busqué los libros que había de ella. Había como tres libros publicados, sobre todo analizando su pedagogía. Fui a distintas fuentes entre las bibliotecas del País Vasco a ver si había algo sobre ella. Busqué en prensa antigua, periódicos de antes de la guerra… fue un proceso de investigación normal histórica. Luego como fue maestra hay muchas personas que estudiaron con ella que tenóian 60 o 70 años. Pues a buscar a esas personas, a hablar con ellas. A buscar a maestras que la conocieron e hicieron prácticas con ella. A su círculo más cercano. Fue un proceso muy largo de dos o tres años de buscar todas las maneras posibles de acercarme a ella. También ella viajaba mucho en el País Vasco y fui a los sitios. Por ejemplo, donde está enterrada. Que no está enterrada en Donosti, está enterrada en un pueblito de Vizcaya. Allí fui a hablar con la gente, porque es un pueblito muy chiquito. Me hablaron de ella. Donde iba siempre todas las Semanas Santas a Aralar, que es otra zona, también encontré a gente que me habló de ella. Fue una búsqueda de todas las formas que se me ocurrían.

R. R.: Ella también se fue de Euskadi una temporada y luego volvió.

M. O.: Antes de la guerra estudió magisterio y aparte de eso perteneció a un grupo político vinculado al PNV pero separado que era sólo de mujeres. Fue el primer partido político de mujeres. El partido se llamaba Emakume Abertzale Batza que significa algo como “reunión de mujeres”. En los años de la República eran mujeres que daban mítines y que apelaban a la emoción para sumar a la causa del nacionalismo vasco. En aquella época además no había mujeres políticas. Fueron mujeres que tuvieron que luchar mucho con sus familias y sus contextos para salir al espacio público a dar mítines, porque eso no era lo normal. La mujer tenía que estar en casa. Por ese hecho, por ser política, aparte de que también se movía mucho por el País Vasco tratando de contar a la gente que el País Vasco existía como nación, en la guerra cuando las tropas franquistas entraron a Donosti —que fue muy pronto— se fue porque iba a ser perseguida. Pero tuvo la valentía de volver en el 41. O sea, en la peor época del franquismo volvió. A mi eso me llamó mucho la atención. Volvió a Donosti y ahí empezó a dar clases. Estuvo en Iparralde, en la zona vascofrancesa, con otros exiliados políticos, y luego volvió cinco años después.

R. R.: En tu película se ve desde el principio un compromiso formal muy fuerte con el espacio definido dentro de esa casa, sin salir nunca de ella. Refuerza esa idea de espacio social oculto y cerrado sobre sí mismo.

M. O.: El proceso de búsqueda formal fue un proceso largo. No diré que me costó mucho encontrar la manera, pero le di muchas vueltas al guión. Hubo un momento en el que dije que lo mejor es no salir de casa, no puedo salir de casa. No solamente por esto que has nombrado. La película tiene tres ejes: ella, yo y la casa. La casa es lo central y sentía que no podía salir de ahí. Porque ella no sólo dio clase durante treinta años sino que al final de su vida se encerró en esa casa. Y en cierta forma quería conectar con ese encierro de ella. Sí rodé cosas fuera, pero para proyectarlas en las paredes. Hubo un momento en que dije que no salgo de casa pero proyecto cosas. Cosas que luego no he proyectado, cosas que se han quedado fuera del montaje. Fue una decisión clara en un momento dado de no quiero salir de aquí. Nos tenemos que encerrar, me tengo que encerrar con ella en la casa.

R. R.: A partir de esas paredes cuando comienzas a proyectar las fotografías antiguas y demás empiezas a crear ese vínculo con el pasado, como lo crea toda la película a través de la casa —que se cruza contigo—, elevando el espacio privado a su dimensión social y retratando todo un proceso histórico de la sociedad vasca.

M. O.: Hay muchas lecturas ahí. En cierta forma lo que ella hizo de convertir su espacio privado en espacio público entre comillas —aunque fuera clandestino— haciendo una escuela, para mi es lo que yo he hecho con la película. No salgo de la casa, es mi espacio privado. Pero lo convierto en público en el momento en que lo filmo. Eso por un lado. Y lo de proyectar para mí era necesario que hubiera una investigación histórica previa para poder hacer lo que he hecho después, pero no quería que la película fuera un documental sobre la memoria histórica o sobre un personaje histórico. Quería hacerlo a través del presente. Quería acercarme al pasado desde aquí, desde mi cuerpo y desde la casa en presente. Por eso tomé esas decisiones de proyectar. Toda la película es un intento de tocar ese pasado, tocarle a ella, acercarme a ella, y hacerlo de formas distintas. Proyectando en las paredes, cuando cruzo el encuadre y todas las acciones que voy haciendo dentro de la película que se van mostrando es un intento de conocerla a ella.

R. R.: Al utilizar esa casa como escuela se crea un símbolo de la importancia de la transmisión de la tradición y la cultura y como eso evita la descomposición de una comunidad que muestras con su relación con esos alumnos de edades tan distintas.

M. O.: Claro, un tema esencial con Elbira Zipitria es precisamente la transmisión. Porque cuando puso la escuela clandestina en aquellos años del franquismo —sobre todo al principio— a los vascos se les niega la lengua, no pueden hablar en euskera. Se les niega su cultura y entonces para una persona como ella que ya antes de la guerra luchaba por esa identidad, por esa lengua —la lengua como identidad también—, era esencial transmitir. Era esencial que no se rompiera la cadena en ese contexto histórico. La única manera de hacerlo, que es transgresora, es hacer una escuela pública en la casa y que la cadena no se rompa.

Y aunque sean pocos niños —la casa es muy pequeña, no sé la sensación que da en la película pero es muy pequeñita—, que vinieran todas las mañanas diez niños de una hora a otra hora y otros diez y que esa cadena siguiera. Con eso también otras maestras venían a recibir prácticas y ellas luego a su vez abrían otra casa también clandestina. Se hizo una red de casas clandestinas para que la cadena de la transmisión del euskera y de la cultura vasca no se rompiera. Muchos estudiantes sienten mucho agradecimiento. Elbira era una persona dura y también hay gente que le da miedo, que no quiere recordar aquellos años. Pero en general sí hay un agradecimiento y sí logró transmitir eso. Sí mantuvo la cadena, porque mucha gente que estudió con ella hoy vive en euskera y son personas importantes dentro de la cultura y la ciencia vascas. Lo logró, en cierta forma, lo que pretendía. No como ella hubiera querido tan expansivamente, pero lo logró.

R. R.: Una consecuencia de que te centres tanto en esas paredes —que al final resultan tan opresivas— es empezar a cuestionarse lo que había fuera.

M. O.: Afuera en aquella época, sobre todo cuando empezó, para ella había la negación total de su identidad. Y para mí hay un Donosti que nunca muestro, pero que igual por sonido sí se dan pinceladas. Había muchos temas que podía tocar y tenía que escoger, pero hay un Donosti ruidoso. Hay un Donosti de bares, hay vecinos que cantan, que eso me gustaba mucho. Hay unos vecinos filipinos que cantan karaoke. Y me hacía mucha gracia porque son cuatro pisos y en la época de Zipitria había otras personas, pero en mi época abajo vivían unos filipinos y arriba otras personas como yo. Pero esa mezcla de que ahora en mi casa se escuchaba cantar en filipino… cuando fue una casa del euskera.

R. R.: En la voz en off hay unos juegos recurrentes con palabras en euskera, que dentro de la estructura de la película funciona con esa repetición como una presencia de la dimensión social de la lengua.

M. O.: Aquí no se percibe. Las personas que saben euskera percibirán la peli de otra forma, con más matices. Porque para mí la lengua era central. Es el centro de la película también. Era central para ella y ha sido central en mi proceso de trabajo también.

R. R.: Sobre la luz en la película, no parece que uses ninguna fuente artificial más allá de la que existe en la propia casa.

M. O.: Nada. Alguna lámpara pero con bombilla. Focos no. Eso me parecía muy importante lo de la luz natural. Era cómo dar vida a la casa muchas veces y estando ahí el movimiento de la luz…

R. R.: Aprovechas esa luz natural de fuera, que te permite capturar el paso del tiempo.

M. O.: Sí, el primer plano de la peli fue un plano que hice mucho antes. Porque tuve un rodaje como de dos semanas, pero fui rodando cositas sola antes. Y ese plano no lo provoqué yo. Estás ahí y pones la cámara. Me encanta y por eso lo mantuve, a pesar de que era otra cámara. Afuera es muy estrecha la calle y la luz entra muy poco. Es muy cueva la casa. Y esto era un día que había nubes y el sol y salía y entraba. Mucha gente cuando veía ese plano decía que eso eso era un efecto de tal y yo que no, eso es dejar la cámara ahí y eso es el sol que entra y sale, y oscurece y… que es un poco la peli. Lo que para mí era buscar a Zipitria. No veo, sí veo… luz, oscuridad.

R. R.: En este viaje temporal que hay en la película el momento cumbre es el metraje que obtienes con Super 8 apelando a un reconocimiento inmediato de esa textura de la imagen de años 70…

M. O.: Lo de Super 8 para mí era otro gesto más de tocar, de acercar, de invocar a Elbira y a la casa. Esa casa filmarla en Super 8 es distinto. Es como darle otro valor y ponerla en otro sitio. También apela al pasado como dices, pero para mí es otra manera más. A mi personalmente cuando veo la peli o cuando la monté ese momento a mí me emociona. Y mira que llevo una hora en la casa, pero verla rodada en Super 8, mirar la casa en Super 8, a mi me generar otras cosas. No sé al espectador, pero a mí me lleva a otro sitio. Me produce algo que no sé nombrar, pero que es diferente a rodarlo en HD.

R. R.: Tú misma estás muy presente durante todo el metraje y al mismo tiempo no, porque estás como evocando a Elbira y te conviertes casi en su presencia espectral. A través del espacio negativo en la composición de los planos, la fragmentación del cuerpo. Buscabas esa especie de ruptura de la imagen, esa ambigüedad.

M. O.: A mí misma me he usado como medio. He usado mi cuerpo como medio. Tenía que estar en la película porque era mi casa. Pero también como medio de representación. Buscando eso que estás contando: un juego de espejos, de dobles, de ausencias, de estoy y no estoy. Al final la parte primera de la película acaba con la identificación total. Que es un gesto performativo de convertirme en ella para poder comprenderla y separarme. Hago una simbiosis cuando me pongo el moño —que es como el culmen— y leo sus palabras para poder desvincularme. La última frase que digo yo en ‹off› son suyas las palabras. Es como tratar de empatizar. Quiero comprender y no hay manera de comprender. He buscado, he leído, he investigado, pero tiene que ser por mi cuerpo. Entonces fue el gesto performativo de a través de mi cuerpo voy a tratar de comprender o de acercarme a ti de forma ya última. Aunque luego sigue y está el Super 8 y otras maneras.

R. R.: Desapareces de la película y aparecen todos los alumnos hablando de sus recuerdos de la casa y de Elbira Zipitria y se transforma en otra cosa la película.

M. O.: Ahí lo que me gusta mucho es que, como hemos estado una hora y la primera parte te encierra, se vacía todo y al desaparecer yo —mi cuerpo— en el espacio cobra más peso el pasado. Es la manera en que en ese espacio ya vacío de mí, vacío de vida, ya solamente como espacio, cuando entran los alumnos ahora se llena de sus recuerdos y cargado de lo que llevamos una hora viendo. Los ecos ya los tenemos, que es lo que a mí me pasaba cuando estaba en esa casa. Aquí hay ecos, aquí hay vivencias. Esa estructura permite que en esa segunda parte los ecos estén ahí. Unos ecos invisibles, pero que se quedan en algún lado. Digamos que ese pasado se lleva al presente.

Y luego a través de las palabras y de las presencias de los alumnos que tratan de recordar dónde estaban las cosas, cómo era aquello. Que hacía muchos años que se fueron de ahí. Cuarenta o cincuenta años. Había muchos más alumnos, pero los que son tres nunca habían vuelto y quería que esperasen al rodaje para ver qué les generaba de verdad. Y me acuerdo que estaban en las escaleras esperando y estaban emocionados. Llegar a un espacio que lo tienes como una vivencia muy importante, porque para ellos ese momento de su vida fue muy importante. Imagínate, iban a clases clandestinas siendo niños. Volver a subir a ese espacio que tenían como un recuerdo… y luego ya suben y estaba todo tranquilo. Y empiezan a recordar con más tranquilidad.

(Entrevista realizada el 19 de noviembre de 2018)

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