En el curso del tiempo (Wim Wenders)

La película comienza con una declaración de principios: «En blanco y negro. Formato 1:66. Sonido directo. Rodada en 11 semanas del 1 de julio al 31 de octubre de 1975 entre Lüneburg y Hof a lo largo de la frontera con la RDA» para dar paso a una escena en la que un operario que está reparando un proyector conversa con un antiguo músico de la época del gran cine mudo alemán. En la charla se reflexiona sobre la destrucción del cine mudo que supuso la irrupción del sonoro. Idea ésta, la del cambio, muy presente en toda la película, quizás la mejor ‹road movie› de la historia y la obra maestra que Wim Wenders dedicó a Fritz Lang y a una forma de vivir el cine que estaba en peligro de extinción en los años setenta.

Pocas películas han hecho una declaración de amor tan melancólica y bonita al cine como medio de cultura y cultivo de conocimiento. Ese cine que fue la luz que descubrió a los españoles de los años 50 la televisión, el bikini, la minifalda, los electrodomésticos y las relaciones pasionales en una época en la que la oscuridad impregnaba el ambiente. El cine puro como se indica en la frase que cierra la película «es el arte de ver y que evita que el espectador salga embrutecido por la estupidez». Los acontecimientos vividos en España en los últimos años con la destrucción de los pequeños cines de arte y ensayo y de las distribuidoras de cine independiente provocan que En el curso del tiempo esté de plena actualidad.

La película presenta las virtudes del mejor cine de Wenders: la idea de movimiento como cambio representado por un viaje que provocará una profunda transformación en la vida de los personajes, como sucedía en Alicia en las ciudades, Paris, Texas o Falso movimiento. Del mismo modo la película tiene en la introspección su principal seña de identidad.

En el curso del tiempo narra la historia de dos hombres que se tropiezan por un hecho fortuito: el intento de suicidio de Robert (Hanns Zischler) que se zambulle con su Volkswagen Escarabajo en un lago en cuya orilla reposa la furgoneta de Bruno (Rüdiger Vogler) un operario de cine que recorre Alemania del Oeste arreglando los proyectores de los decadentes cines de las pequeñas ciudades. Robert acabará saliendo a nado del lago y será ayudado por Bruno que le ofrecerá ropa seca y cobijo en su furgoneta. Bruno es un tipo solitario poco hablador y Robert un hombre extrovertido y dependiente que odia la soledad, pero que atraviesa una profunda crisis debido a la reciente separación de su mujer. Ambas soledades unirán sus silencios y reflexiones recorriendo en furgoneta carreteras ornamentadas por parajes salvajes y visitando cines mustios y solitarios de proyectores ruidosos y dueños famélicos económicamente que a duras penas pueden mantener viva la fábrica de sueños que su local llegó a ser en tiempos mejores.

Los caminos de Robert y Bruno se separarán momentáneamente una noche en la que Robert visita a su padre tras 8 años de desencuentro para saldar una vieja deuda y en la que Bruno conoce a la nieta de la dueña del cine del pueblo del padre de Robert, una madre soltera solitaria como Bruno que por necesidad de atraer espectadores regenta un cine porno que antaño albergó a los grandes clásicos del séptimo arte. El miedo a la compañía de esta posible nueva compañera obliga a Bruno a buscar a Robert para escapar de nuevo en nómada viaje.

Bruno y Robert harán un break en el camino para sentir la libertad de viajar en una moto BMW con sidecar a lo largo del valle del Rhin (lugar de procedencia de Bruno). La música acompañará el divertido viaje por escarpadas carreteras con unos maravillosos ‹travellings›. Ambos acabarán visitando la casa de la infancia de Bruno que se encuentra en estado de abandono. Este re encuentro con la niñez supone para el proyeccionista un retorno al pasado que hacía tiempo no visitaba volviendo a sentirse como alguien que tiene tiempo tras de sí, siendo ese tiempo su historia.

En una última parada en un antiguo barracón del ejército americano cerca de la frontera con la RDA, Robert y Bruno charlarán sobre la soledad, la muerte del ser humano sin deseos y sobre el tiempo que todo lo cambia a la larga. La frase todo cambia a la larga resume la moraleja de la película y simboliza de forma magistral la separación que el paso del tiempo y el final de la ruta impondrá a los protagonistas. Un tren, una furgoneta, una carretera, una mirada.

La película finaliza con un emocionante encuentro entre Bruno y la dueña de un cine que no proyecta películas por respeto a la filosofía del cine que llevó a cabo su padre. Un futuro incierto espera a Bruno representado en unas parpadeantes luces de neón reflejadas en los cristales de su furgoneta que reflejan la fluctuación de su destino. Personaje el de Bruno que ha vivido con la frustración de no poder convivir con alguien que acabe con el encierro en el que se ha convertido su vida. Un viaje que cambia internamente la vida de Bruno para no cambiar nada, es decir, la soledad que le acompaña sigue inmóvil.

Wenders consigue filmar bellísimos planos de carretera acompañados de la maravillosa música de guitarra blues americana interpretada por Improved Sound Limited. Los silencios y sonidos ambientales hipnotizan a la vez que poco a poco va floreciendo la personalidad de Bruno y Robert cuando el curso del tiempo provoca su conocimiento mutuo. La vida sigue su ritmo sin que el guión o la historia sean lo verdaderamente importante. Y eso, el discurrir de la vida, es lo que convierte a En el curso del tiempo en una obra atemporal de enorme fuerza. Wenders rueda con total naturalidad a Bruno mientras defeca, a unos niños emocionados al ver a Bruno y Robert representando una comedia de cine mudo de sombras chinescas en el fondo de una pantalla de cine (escena maravillosa que nada tiene que envidiar a la que filmó Truffaut en Los cuatrocientos golpes) o al proyeccionista de un cine porno haciéndose una paja mientras observa desde la sala de proyecciones la película.

Wim Wenders fue uno de los mejores directores de la nueva ola alemana de los años 70. De estilo único con influencias americanas, japonesas y del cine de la vieja Alemania, su cine carece de la fuerza del de Schlöndorff, del carisma de Fassbinder y del carácter marciano de Herzog, pero está dotado de una mirada renovadora de carácter existencialista que consigue conectar lo trascendental con la realidad cotidiana. Cuando vi En el curso del tiempo por primera vez, hace casi 10 años, era tan solo un aficionado al cine que acaba de finalizar los estudios universitarios y que devoraba películas de todo tipo con el único propósito de pasar un buen rato sin buscar ninguna explicación más allá del puro entretenimiento. Al finalizar la visualización de esta película algo cambió en mi forma de ver el cine. Este es el cine que debemos defender, el que nos transforma no solo como cinéfilos sino como personas, el que nos hace reflexionar y ver más allá de la historia. El cine que nos forma como personas y que no aborrega ni daña cerebros. Los amantes del cine debemos, como hace Wenders en esta película, defender el cine que queremos ver en lugar del que nos obligan a ver. El cine que se encuentra en peligro de extinción ante el marketing y las grandes productoras que todo lo fagocitan. Es por eso que amo el cine y es por ello que amo En el curso del tiempo.

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