El bosque petrificado (Masahiro Shinoda)

He constatado releyendo varios artículos y escritos versados alrededor de la generación que hizo posible el alumbramiento de la Nueva Ola del cine japonés de los sesenta que existe un nombre que suele ser omitido de forma recurrente. Se trata del maestro Masahiro Shinoda. Este hecho resulta ciertamente extraño. Porque Shinoda quizás fue el autor japonés surgido de ese magnífico movimiento vanguardista poseedor de una carrera más longeva y consolidada tanto en su país de origen como en los diversos Festivales Internacionales de cine donde se exhibieron sus magnéticas y siempre inquietantes obras. Percato que Shinoda sufre eso que yo denomino como el pecado de la excelencia, culpa consistente en ostentar una carrera lo suficientemente popular como para espantar a esos cinéfilos solo interesados en descubrir autores ocultos así como una personalidad lo suficientemente discreta —ajena a escándalos y voceríos— como para esconder en ese silencio buscado el talento de un cineasta que nunca dejó indiferente al público que tuvo la suerte de contemplar sus obras en su época de actividad.

Igualmente el autor de Flor pálida fue el rebelde de sus compañeros de generación. Puesto que la marca que señala al cine de Shinoda es sin duda su acento puramente japonés. Y es que a diferencia de los Ôshima, Teshigahara, Masumura, Yoshida, Imamura y otros emblemáticos nombres, el cine del autor de Doble suicidio no giraba alrededor de esa influencia europea —sobre todo francesa— que contaminó la técnica empleada por susodichos cineastas orientales. No. El cine de Shinoda llevaba colgada la denominación de origen del País del Sol Naciente en su sustancia y también en su envoltura. Porque el maestro fue el más japonés de todos los directores del movimiento marcando el territorio de sus historias con un trazo derivado del ancestral Kabuki – con esa forma de narrar tejida a través del silencio y la contemplación- o del mismo modo torciendo esos melodramas clásicos cincelados por Ozu —de hecho Shinoda fue asistente de Ozu en su obra maestra Crepúsculo en Tokio— o Mizoguchi hacia una deriva más psicológica y enfermiza gracias a esa combinación de erotismo y desgarro que los nuevos vientos de libertad traían consigo.

Son muchas las obras de Shinoda que me apasionan, pero he elegido para homenajear al maestro una cinta que conecta a la perfección ese perímetro delineado mediante clasicismo y vanguardia tan del gusto del genio asiático. Me refiero a El bosque petrificado, film construido por el autor de Himiko a principios de los setenta. Shinoda era por aquel entonces un cineasta totalmente consolidado en el panorama japonés gracias a una serie de obras maestras como Flor pálida, Doble Suicidio o El lago seco que habían situado al maestro en la cumbre de esos nuevos realizadores japoneses deseosos de remover los cimientos del séptimo arte de su país haciendo gala de esa rabia, rebeldía y arrebato inherente a la juventud e inexperiencia.

En este sentido El bosque petrificado se beneficia de esos sueños de experimentación —sobre todo a nivel sexual— que tuvieron lugar en el cine japonés en la década de los setenta, puesto que Shinoda optó por desatar su habitual contención y recato elevando la temperatura del ambiente al insertar en el desarrollo de la trama secuencias de alto voltaje erótico. Pero no es el hecho erótico el punto que más me seduce del film. Sino que el aspecto más notable de El bosque petrificado es su apóstata narrativa que apuesta por cocinar una especie de film noir desde el punto de vista argumental muy influido por Perdición de Billy Wilder, pero tiznado a su vez por unos ingredientes que parten del surrealismo para encontrarse también con el drama psicológico y ese melodrama clásico que expone el choque entre tradición y modernidad, o lo que es lo mismo familia e independencia, dando lugar así a un plato extraño de sabores diversos, seguro muy del gusto de ese público poseedor de un paladar exquisito acostumbrado a degustar aromas alejados del menú del día.

Así la película arranca con una impresión extraña al mostrar a una vieja empleada de un hotel situado en las nevadas montañas japonesas disfrutando de una limpieza de garganta con una especie de soplete de vapor. Esa escena bucólica se romperá cuando esta veterana mujer recibe una carta, abandonando este alejado paraje con dirección a la gran ciudad. Shinoda mostrará en estos primeros compases la confrontación de la quietud que impera en los parajes rurales con el ruido de sirenas y el caos que reina en la gran ciudad. Acto seguido la cámara arribará al hospital donde trabaja un joven estudiante de medicina que se halla aprendiendo el oficio gracias a las enseñanzas de experimentados galenos. Se trata de Haruo, un reservado aprendiz que apenas suelta palabra por su boca obsesionado por los efectos que el cáncer y la enfermedad infringe en el cuerpo humano. Haruo anda involucrado en un caso de cáncer neurológico que ha afectado a un pequeño paciente, el cual ha provocado la sordera del infante y quizás en un futuro su ceguera. Frente a la ausencia de sentimientos que parece denotar el equipo médico encargado de la cura, Haruo se implicará con la madre de su doliente, angustiado por el dolor que padece la mujer tanto por la enfermedad de su único hijo como por la ausencia de amor y compromiso que parece demostrar su marido.

Una ausencia de amor que descubriremos también afecta a Haruo en su atormentada vida personal, lastrada la misma por el abandono del hogar familiar de su madre —que descubriremos adquiere la personalidad de la mujer que contemplamos en la secuencia que abrió el film— como por su malsana querencia a la introspección y a la soledad. Pero el ensimismamiento que soporta el galeno será echado abajo con la llegada a la ciudad de esa madre que ha arribado a la ciudad para encontrar el perdón de sus hijos y expiar ese pecado que supuso huir de la residencia familiar con su amante, así como con el encuentro de Haruo con una antigua compañera de estudios (Eiko) que trabaja en una peluquería ubicada en los alrededores de su lugar de trabajo.

Haruo comenzará una pasional relación con este viejo amor de juventud. Un amor entorpecido por el compromiso que la peluquera mantiene con su jefe, un obsceno, lascivo y vicioso patrón que aprovecha el poder que le confiere su posición de empleador para tomarse ciertas licencias sexuales con sus trabajadoras. Pero Haruo y Eiko planearán librarse de este incómodo personaje, maquinando la ejecución de un crimen perfecto a través del uso de un poderoso veneno que Haruo robará del hospital donde trabaja. Si bien el proyecto llegará a buen fin, las cosas se complicarán con la irrupción en escena de la madre de Haruo y sobre todo con la creciente obsesión que el médico sentirá hacia la madre de su pequeño paciente. Una obsesión que desembocará en una tempestuosa relación sexual que dará lugar a un triángulo vicioso e inestable que se quebrará en mil pedazos a medida que la estabilidad mental de Haruo vaya resquebrajándose a medida que su vida torna en un caos incontrolable.

Con este en principio convencional apunte dramático muy en la línea de los thrillers emanados en los años cuarenta y cincuenta, Shinoda supo hilar una cinta divergente y para nada corriente, dotada de un ritmo tedioso donde los silencios sustentarán el devenir de los acontecimientos. Porque Shinoda absorbió la personalidad de su sociópata y reflexivo protagonista vistiendo pues de este modo tanto el montaje como el ambiente del film con ese halo inquietante y enfermizo que brota de la perturbada mente de Haruo. Así, la tonalidad del film adquiere en cada momento el punto emocional que expone Haruo, siendo más cálida y trepidante en los momentos de mayor excitación sentimental del mismo e igualmente gélida y sigilosa cuando la mente del protagonista se muestra contaminada de ese odio y aislamiento que se auto-infringe.

En mi opinión lo que convierte a El bosque petrificado en una cinta de referencia del cine japonés de los setenta es su deformación de los paradigmas del noir. Como he comentado, la cinta parece querer derrotar hacia una especie de revisión de Perdición situada en el lejano oriente. Pero a medida que fluyen los minutos, el dogma puramente negro derivará hacia un melodrama psicológico que a su vez sirve para lanzar un intencionado grito de denuncia sobre la destrucción de la familia tradicional japonesa en ese entorno inhumano no apto para la supervivencia que adopta la forma de esas modernas y mecanizadas grandes ciudades moradas por todo un enjambre de abejas carentes de sentimientos y solidaridad, donde el individualismo y la ambición campan a sus anchas demoliendo cualquier conato de piedad. Shinoda dibuja el rostro humano de sus personajes con una mirada totalmente despojada de sentimientos humanos. Impresionante sin duda resulta esa radiografía de unos médicos que hablan de la muerte y la enfermedad sin torcer el gesto como si de una especie de autómatas programados para comunicar desgracias a través de un procedimiento burocrático se trataran. Pero igualmente Haruo y su progenitora se alzan como almas despojadas de huellas emocionales que caminan por el mundo sin más propósito que su propio beneficio y satisfacción. El maestro igualmente inserta una magnífica escena en la que Haruo se enfrentará a un monje budista en un acalorado debate metafísico acerca de la demolición de la espiritualidad alzada en una sociedad japonesa tras la II Guerra Mundial totalmente conquistada y torturada por el vicio del dinero y el éxito.

Son muchas las virtudes que ostenta una película tan valiente, compleja y arrebatada como El bosque petrificado. Su modernidad innata no ha perdido un ápice de frescura y fuerza a pesar de los más de cuarenta años que adornan la obra gracias al perfecto engranaje que ostenta el film, capaz de mezclar con aparente sencillez crimen con melodrama sin que en ningún momento el experimento salga mal parado. Se comenta que Ôshima fue el mejor director de escenas eróticas del cine japonés de los setenta. No soy yo quien para dudar de esta afirmación, pero os recomiendo que comparéis los libidinosos coitos de El imperio de los sentidos con las elegantes, sensuales, simbólicas y húmedas cópulas que Shinoda rodó en una de sus obras más aclamadas, pero igualmente aún maldita que es El bosque petrificado.

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