Drácula y las mellizas (John Hough)

Si sólo se sustentaran de sangre, los vampiros no serían un mito seductor. Antes de la evolución salvaje y despiadada de los chupasangres actuales se disfrutó durante años de voluptuosas mujeres que servían de alimento a esos muertos tan elegantes y silenciosos que las encandilaban con una gélida mirada. La esencia del vampirismo no fue la sangre, sino la carne que las contenía, no había víctima perfecta sin un bocado en un sedoso cuello con dos pequeñas marcas en las que goteaban deliciosas gotas rojizas.

En la productora Hammer explotaron la leyenda creada en torno a los vampiros (como tantos otros monstruos de ultratumba) en numerosas películas, y aunque fue más vampiro Christopher Lee, confiaron en Peter Cushing (pese a que su monstruosidad fuese más terrenal que espectral), otro de los actores veteranos de la compañía, como protagonista. Por su atractivo, con un sugerente título traducido con mentira dilucidada durante su proyección, elegí Drácula y las mellizas (1971) de John Hough, donde no hay conde Drácula, y las mellizas se asemejan lo suficiente para llamarlas gemelas. Twins of Evil fue su título original.

La sola idea de un vampiro que juegue con la mente de dos bellas mellizas, una mujer doble con dos modos de pensar opuestos, es suficiente, pero mucho más se puede aportar cuando se incluye otro mito que se rastreó y se sacrificó en la realidad, pues la película comienza con un grupo de hombres en busca de mujeres libertinas a las que acusar de brujas sin fundamento alguno para después quemarlas en la hoguera. Ya el inicio muestra el regocijo en el dolor ajeno al mostrar la dureza del rostro de los asaltantes, que se creen en posesión de la verdad divina de su lado, y el sufrimiento de las jóvenes y bellas muchachas que siempre acaban corriendo por los bosques, como dictan las normas, portando un vaporoso camisón con las transparencias precisas para dejar volar la imaginación de la doble moral, que fluye continuamente a cada escena.

Esa doble moral que lleva el pecado —representado por dos muchachas mellizas de escote interminable— a la casa del líder de La Hermandad, Gustav Weil, interpretado por Peter Cushing. En la opresión del dictador de normas deben mantenerse las hermanas, una llamada María, virginal e inocente, otra llamada Freida, que busca desesperadamente un juguete en el que templar sus ansias de libertad, y ambas idénticas, para mayor deleite hormonal.

Es aquí donde entra en juego el conde Karnstein (que no Drácula), que se aburre de las campesinas que se venden por unas monedas, y se siente intocable por su condición titular, quiere nuevas diversiones y, como todo rico y poderoso que se precie en su época, sólo encuentra a alguien con mayor dominio de inmoralidades que sus propias bacanales, el diablo, Satán, y como si fuera tan sencillo como pedir un vaso de agua a un sirviente, le convoca entre vino y sangre para que una de sus antepasados, Carmilla Karnstein, acabe convirtiéndole en vampiro.

La excusa perfecta ha acontecido y no hay que desaprovecharla, crecen los crímenes permitiendo buscar nuevas brujas a las que culpar, Freida deseosa de probar las mieles que se elaboran en el castillo de Karnstein, todo un cúmulo de tensión que se desata en cinturones prietos, canalillos amplios, miradas fogosas y masturbación de velas, todo para decir que unos azotes, unos mordiscos y muchas insinuaciones son suficientes para subir la temperatura sin caer en lo elemental, escenas de manual en las que vender el sexo que tan bien define el trasfondo de vividor de un vampiro o de un hombre que vive para la represión de otros.

Pero el erotismo es constante, y como gran final no se excluyen los cuerpos desnudos ni las muertes atroces, no se debe olvidar con quien se trata en la película, porque dos mujeres como estas gemelas (‹playmates› convertidas a actrices para la ocasión) dan más juego en el título que en la pantalla —sin menospreciar su actuación, son dignas como víctima y verdugo pero podrían exprimir mucho más sus sentimientos opuestos—, aunque los muertos vivientes y las masas enfurecidas siempre visten de gala una película de terror. Muchos modos de practicar el mal, todos injustificados.

La película forma parte de una trilogía sobre los Karnstein, basada en la novela Carmilla, de J. Sheridan Le Fanu, que llevó al cine por primera vez Dreyer en Vampyr, la bruja vampiro, y que la Hammer homenajeó con Las amantes del vampiro (Vampire Lovers) de Roy Ward Baker, Lujuria para un vampiro (Lust For a Vampire) de Jimmy Sangster y Drácula y las mellizas. Siento demostrar mi gusto por el desorden absoluto empezando la trilogía por el final.

Entre dobleces se sucede el film, duplicando los sentidos de la condición humana y los enemigos, que entre brujas inexistentes y vampiros milenarios dejamos a un conde pecho-lobo mezquino que no necesita perseguir adolescentes si son ellas las descaradas que van a su puerta por voluntad propia. Si con esta película no queda claro que el vicio es un síntoma abierto más allá del hambre, habrán muerto demasiadas hembras lozanas en balde. Los vampiros y vampiresas siempre deberían sucumbir a la seducción y la belleza, dejando ligeros hilos de sangre que no lleguen a manchar los saltos de cama de criaturas de mejillas sonrosadas. Que luego los arranquen y se diviertan es totalmente lícito.

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