Détruisez-vous (Serge Bard)

Desde la perspectiva establecida por los ya 50 años que nos separan de la época en la que se rodó, el espíritu revolucionario de Détruisez-vous parece quedar atrapada en su propia futilidad, como una derrota anunciada. Lo intrigante, sin embargo, es que la propia película parece ser consciente de su destino en el mismo momento en el que fue rodada, a medida que explora los mecanismos inherentes a una revolución (una más) cuyo estallido era inminente.

Primera muestra de la filmografía del Grupo Zanzíbar, un colectivo de modelos y ‹college dropouts› entregados al cine radical y que contaba entre sus filas a gente como Philipe Garrel, Détruisez-vous se coloca en el punto de vista de Caroline de Bernerd, una joven estudiante que se ve asediada por las tensiones de una célula revolucionaria, conflictos políticos y sociales que desembocan en una crisis existencialista.

Uno de los desengaños a los que se enfrenta reside en la idea de repetición. Una juventud que quiere entregarse al Cambio en cuerpo y alma, pero que no lo consigue debido a un distanciamiento provocado por los hechos que lo preceden: la revolución será más sangrienta porque ha aprendido de revoluciones pasadas. Y ha aprendido muy a su pesar, porque como explica Walter Benjamin al referirse a la Historia, esta no es una sucesión lineal de causas y efectos, sino un amago de periodización histórica en la que siempre se vuelve a empezar, en la que todo comienzo es un regreso. «El tiempo es una sucesión de instantes privilegiados en donde siempre es posible la utopía, pero también de recesos en los que se mira atrás y se lamenta de aquello que nunca podrá reincorporarse al futuro: metáfora, culpa y melancolía» (La invención de la modernidad, Carlos Losilla).

Esta repetición impregna Détruisez-vous en su propia forma: imágenes que regresan una y otra vez a lo largo del metraje, un extenso plano en el que la cámara mantiene insistentemente un barrido de lado a lado, mientras Caroline expresa un monólogo que despliega todas las inquietudes transversales a la película. Por supuesto, este monólogo incendiario se descubre como otra repetición más, casi palabra a palabra, del discurso que un profesor de Caroline da en la Universidad. La repetición trae un desencanto, la tristeza de descubrir que algo que esperamos genuino y espontáneo no lo es.

Pero de alguna forma el director, Serge Bard, parece apuntar a esa dirección. Las ideas detrás de este sentimiento revolucionario son su propia trampa en tanto que se traicionan y se desvirtúan a sí mismas. Aquellos que las piensan, que las anhelan y que las comparten, lo hacen para vivir, lo hacen porque quieren ser escuchados por alguien o por algo. Así las palabras no son sólo ruido. Es fácil declarar de forma cínica que las revoluciones son un esfuerzo en vano, hecho refutado una y otra vez por la Historia, pero prefiero pensarlas como los soplos que mantienen encendida una misma llama a lo largo del tiempo.

Escrito por Marcos Oteiza

(Cinéfagos)

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