Code Blue (Urszula Antoniak)

Code Blue comienza con la presencia de un hombre, rodeado de oscuridad, que parece luchar, o tal vez dirigirse precipitadamente, a un abismo inocuo e infinito, aterrador. Definitivo. La muerte es la primera imagen a las que nos enfrentamos en el film, un incómoda entrada en la vida de otra persona, una sensación de la que apenas nos podremos separar en el tiempo que compartimos con Urszula Antoniak.

Marian ofrece en su trabajo cuidados en esos últimos instantes de vida. Una enfermera rodeada de terminales, por los que muestra alguna cercanía, un gesto amable en el que puede ser el suspiro definitivo, o el nuevo aliento que le ofrezca un día más.

Pero Marian tiene otra faceta con la que convivir. Está sola. Una soledad aceptada, una de esas personas que viven al límite en una sociedad preocupada por sí misma, donde puede fantasear con los límites de otros sin que miradas ajenas le hagan sentir culpable. Puede que sí obscena, sobrepasada, pero sabemos que con prontitud el universo pierde el interés por el individuo como para resultar ella sospechosa de nada en particular.

Bien de Moor se enfrenta a un personaje frío como apariencia, que oculta tras numerosas capas esas facetas que la desnudan más allá de un cuerpo fino y quebradizo. Marian sabe seguir las pautas sociales más básicas, pero también rompe los tiempos establecidos para llevar a cabo estas pautas. Su estanqueidad nos incomoda, y solo con ello sabes que quien desea incomodarnos es Antoniak, la que mueve los hilos, quien muestra con total franqueza a esa mujer que se deshace en nuestras manos, que juega con nuestra capacidad de comprensión ante temas que resultan tabú en el día a día de cualquiera.

Marian parece una más pero sabemos que no actúa como tal. La directora relata con total crudeza situaciones límite, siempre insistiendo en nuestra posición de ‹voyeurs›, a partir del interés de la protagonista por lo que los demás hacen. Un interés sumido en la oscuridad a la que nos emplazaba en el inicio.

Poco a poco se va degradando su postura, al mismo tiempo que la sociedad, aceptada como masa, va quedando retratada. Hay grandes rasgos que explicitan las formas de Marian, como su atrevimiento casi obsesivo en el deseo que le genera interactuar con el hombre desconocido, o su forma de ofrecer lo que ella acepta como paz a sus pacientes. También otros detalles casi imperceptibles pero tajantes que muestran su evolución, como los cambios entre escenas que tiene su salón (esa mesa perfectamente alineada junto al gran ventanal, vestida con sencillez y elegancia para tomar un café, que se va desplazando en el espacio hasta desaparecer y ser un desgastado colchón quien gana un lugar importante en la estancia).

No bastando con lo extremo del personaje, Urszula no olvida (ni perdona) cada una de las normas que marcan lo esperado en una mujer, y las utiliza para subrayar el peso de encajar en la multitud, como lo necesario que es tener un hombre (o mujer, o amante) en tu vida a partir de cierta edad; utilizar la baza de ser madre para formar una imagen de mujer comprometida; recibir ese consejo imposible de casar con el drama que has compartido, pero que es universal y apto para cualquier momento y estado emocional, el que no sabría seguir ni quien lo dicta. Poco a poco se enlaza con una visión compleja: la incomunicación también puede resultar extrañamente bella. Ella, de espaldas al espectador, mira firmemente a los pasajeros de un medio de transporte, que observan meticulosamente en direcciones opuestas entre ellos, incapaces de cruzar sus ojos con los de otro ser vivo. Ella, de espaldas a una gran puerta de cristal se abraza y mira a cualquier lugar, mientras el reflejo nos ofrece la visión de una fiesta donde muchos bailan al son de una música (ausente en el film, por resultar un aderezo innecesario para el relato).

Las escenas se alargan siempre impulsadas por lo incómodo de cada situación, no para la protagonista, solo para quien la observa. Marian es frágil por definición, es vulnerable frente a estímulos de los que no se esconde, pero que no conoce. Su insatisfacción ante lo que le ofrece cada día el mundo es un revulsivo que confirma su soledad, donde ella disfruta de sus pequeños tesoros, donde se convierte en intrusa de lo que otros han disfrutado.

La defensa de esa soledad buscada era algo que comenzó a explorar Antoniak en su debut Nada personal, pero la definición de sus protagonistas no fue tan descarnada como en Code Blue, donde es realmente explícita tanto en actos como en sentimientos, unos que se muestran en bruto, sin enmascaramientos innecesarios.

La muerte es uno de esos temas que manejamos desde el desconocimiento. Sobre la muerte hablamos a partir de la reacción que nos produce, pero nunca por la experimentación (por lo definitivo de su resultado, el adiós a todo mundo conocido y la total incomunicación real que obtenemos). Es la reacción la que provoca esta historia donde ya desde su título se busca la resurrección del sujeto, y Marian pincha con fuerza en su propia piel para sentirse un poco más alejada de la muerte a la que se ve sometida por no permitirse participar en este mundo. Al mismo tiempo es un acto íntimo y cercano, humano. Y es duro y oscuro y muy gráfico verlo.

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