Camino de la cruz (Dietrich Brüggemann)

El fanatismo religioso es uno de los temas que más ha dado que hablar en lo que llevamos del Siglo XXI. Casi siempre se hace desde la óptica que desde Occidente tenemos acerca del Islam y su variante en forma de terrorismo, una circunstancia en la que muchas veces se adolece del conocimiento necesario como para hablar con propiedad, cayendo en una desinformación mediante la cual alguno llega al extremo de identificar el propio sentimiento religioso con los actos terroristas. Una idea totalmente distorsionada de los musulmanes que, en cambio, no mostramos acerca de la religión cristiana, que por desgracia en otros tiempos también arrastró a mucha gente hacia prácticas de represión y ajusticiamiento que en absoluto estaban contempladas en los primeros escritos.

Dietrich Brüggemann nos enseña que, sin embargo, ese tipo de fanatismo religioso cristiano todavía sigue latente en alguna que otra familia del mundo occidental. Como la que nos muestra en Camino de la cruz, donde la adolescente María sufre muchas presiones por parte de su madre para que lleve una vida digna y alejada de perversiones, entendiendo como tales la mera escucha de música que no sea puramente católica (cantos gregorianos y demás) o el mínimo coqueteo con algún chaval de su edad. En los días previos al sacramento de la Confirmación, María dudará si seguir por esta senda marcada por su madre y reforzada por el padre Weber u optar por llevar una vida normal alejada de esta clase de extremos.

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Para contar esta historia, Brüggemann ha apostado por un método bastante arriesgado: 14 capítulos compuestos por 14 planos, de los cuales 12 son fijos y en los otros dos apenas apreciamos tres movimientos de cámara. Dichos capítulos nos van narrando la historia de María como si fuera la del mismo Jesús, funcionando los dos últimos como una especie de epílogo que sintetiza el argumento. La única música que se escucha en la película es la que cantan o escuchan los propios protagonistas, siempre justificada por el guión. Un cóctel audiovisual que, de resultar insípido o directamente mediocre en lo que se quiere contar, habría enterrado por completo cualquier posibilidad de lograr un mínimo de atención por parte del espectador.

Por fortuna no sucede así, y Camino de la cruz se alza poco a poco como un hipnótico retrato sobre la coerción que una madre ejerce sobre su hija. Brüggemann construye su relato en forma de escalera, donde cada peldaño que subimos nos hace ver de manera clara el irremediable final al que se verá abocada nuestra protagonista. María ve cómo su fiel amiga Bernadette y Christian, una nueva amistad que ha hecho en la biblioteca, ejercen el contrapunto liberal a su madre y al párroco, que no sólo le inculcan el comportamiento no pecaminoso sino que también le instan a alzarse contra aquellos que no lo respeten, hecho que también le reportará problemas con los compañeros de clase. La película ahonda en la psicología de la joven de una forma profunda sin entrar en surrealismos o cosas que pudieran quedar al margen de una historia que, por encima de todo, resulta asequible de entender. Por supuesto, las dos actrices protagonistas realizan una gran interpretación, sobre todo en el caso de Lea van Acken como María, que muestra a la perfección el deterioro físico y psicológico que va sufriendo a lo largo del film. Una circunstancia que cobra más fuerza si tenemos en cuenta que los planos fijos que pueblan la película seguramente hayan requerido un esfuerzo tremendo por parte de los intérpretes.

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Más allá del primer análisis en clave religiosa sobre la conveniencia de que algunas familias opten por educar a sus hijos en un ámbito muy alejado de la senda que va tomando la sociedad, amén de la vinculación metafórica que se intenta realizar entre María y Jesús (con detalles como el nombre de la protagonista), Camino de la cruz es también una representación de cómo los padres pueden coartar la vida de sus hijos aunque en el fondo sólo deseen lo mejor para ellos o, mejor aún, la discriminación que todavía hoy en día se realiza de forma sexista incluso en el seno de la propia familia (aunque este hecho vaya bastante ligado a la concepción religiosa). La película de Brüggemann es un compendio de virtudes en el aspecto argumental que se ve muy reforzada por su tratamiento a nivel visual, lo que se traduce también en una obra que engancha y que hace que los minutos parezcan segundos. En definitiva, un film que atesora demasiadas cualidades positivas como para no considerarlo entre lo mejor que se haya podido ver este año.

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