Bad Girls Go to Hell (Doris Wishman)

Filmada en los primerizos y dorados años del sexploitation estadounidense (que contó con nombres tan aclamados como Russ Meyer o Michael Findlay), Bad Girls Go to Hell se eleva como una obra de culto súbito. En primer lugar merced a su autora, la oculta Doris Wishman, toda una pionera (adorada por otro genio del trash yankee como John Waters) que no hizo ascos a mostrar su gusto por retratar el lado más picante y desenfadado de esa puritana sociedad norteamericana sesentera que ocultaba en su interior auténticos depravados ansiosos por toquetear todo lo que se pusiera a tiro de diana. En segundo por el enfoque que reviste la trama, una especie de cuento moral feminista tejido bajo un absorbente disfraz onírico pesadillesco que resulta ciertamente cautivador. Y finalmente por esa encantadora aura trash que brota de los artesanales y tiernamente chapuceros fotogramas creados por Wishman que aúpan al film al Olimpo de joyas del exploitation más radical y genuino.

No, la película no es desde luego un dechado de virtudes cinematográficas, pues aquí seremos testigos de un montaje remendón en el que se deja sentir las prisas y carencia de presupuesto que marcó la producción del film. Asimismo gozaremos de la presencia de un elenco de actores cuyo método de interpretación se halla más próximo al de andar por casa que al Stanislavski y también de una concepción formal en cuanto a puesta en escena que no presta ninguna importancia a la elegancia y sí a esa tosquedad zafia que tanto entusiasma a los amantes de la serie Z más indecorosa. Es decir, Bad Girls Go to Hell es cine de género sin tapujos ni concesiones. De  género degenerado para uso y disfrute de esos incipientes adoradores del porno-soft suscitador de acné adolescente, un subgénero que posteriormente sería cultivado con excelentes aportaciones por genios como Joe D’Amato o Tinto Brass.

Pero por tanto resulta un dulce la mar de sabroso y para nada empalagoso, de esos que alegran el día cuando todo se ve deprimente y gris. Un regalo políticamente incorrecto que muestra sin censura y con mucha mala leche y mejor humor los vicios y vilezas que otros trataban de no sacar a la luz por haber sido sometidos a los mandatos del sistema dominante. Y es que Bad Girls Go To Hell carga contra los convencionalismos, con atrevimiento y mucha valentía, partiendo del género más machista y denigrante para las mujeres (pues en el sexploitation las féminas solían adoptar el papel de meros instrumentos exhibicionistas para goce de esos ojos masculinos que ansiaban contemplar senos y culos diferentes a los de su mujer o pareja) resquebrajando sus cimientos (como en las obras de Russ Meyer, donde las mujeres eran más guerreras que sumisas) mediante el empleo de un tono satírico más que interesante.

La película narra la historia de una rubia de cuerpo tan exuberante como sugerente llamada Meg (Gigi Darlene), una belleza originaria de Chicago que amanecerá una mañana en la cama con su marido para acto seguido levantarse en dirección a la ducha donde hará sin freno el amor con su compañero. Así, tras la marcha de su cónyuge al trabajo, Meg recorrerá las estancias del hogar medio en pelotas aburrida de no tener que hacer nada. Pero de repente un suceso turbio tendrá lugar cuando nuestra heroína decide salir de su casa encontrando en las escalerillas del edificio al encargado de realizar la limpieza de la comunidad, un ser grotesco y amenazador que asaltará a la joven en el rellano violándola repetidamente. Pero gracias a un despiste del violador, Meg se zafará de su vigilancia logrando escapar de su cautiverio al golpear a su agresor con una especie de cenicero, hecho que causará la muerte de la alimaña.

Sin ninguna explicación lógica, Meg decidirá abandonar su hogar con dirección a Nueva York, sola y sin ningún apoyo ni acompañamiento. Ya situada en los vientres de la gran ciudad, Meg cruzará su destino con el de una serie de personajes de diferente pelaje, si bien todos conectados por la apetencia sexual que la presencia de la recién llegada parece causarles. Desde un joven al que conocerá en Central Park cuya amable personalidad esconde a un borracho que se pierde al contacto con el alcohol; pasando por una chica de vida alegre con la que compartirá piso y vivencias tanto espirituales como sexuales, huyendo sin razón ni motivo del placer proporcionado por su compañera de piso; igualmente un virtuoso matrimonio de clase media, de esos en los que brilla la felicidad por todos los frentes, pero que cuando se apagan las luces emergen esas pulsiones incontroladas de modo que el maridito irrumpirá a media noche en la habitación de Meg para violarla y pegarle hasta el martirio. Finalmente, Meg será acogida en la casa de una ancianita de buen corazón cuyo hijo chantajeará a nuestra víctima inocente al reconocerla como posible evadida de la justicia.

Este es el resumen del argumento lineal que sigue el film. Una trama que se torcerá súbitamente gracias a un giro sorprendente y muy bien planificado por una Wishman que supo insertar el mismo sin otorgar ningún tipo de pista a lo largo del desarrollo del relato, pues todas las vivencias de Meg parecen haber surgido de una pesadilla kafkiana y desgarradora, como una correa de transmisión que exhibe el desamparo al que se enfrentan las mujeres en una sociedad en la que los hombres aparecerán como sombras amenazantes y peligrosas para la integridad física y moral del sector femenino. En este sentido todos los personajes masculinos del film (con la salvedad del marido de Meg, del que no se aporta información relevante) resultan especialmente desagradables y repugnantes. Seres depravados, viciosos, molestos y asquerosos representados como violadores de la libertad (en todos los sentidos) de una mujer que se eleva como una víctima del sistema. Unos hombres que acosarán y abusarán de Meg desde su posición de poder predominante sin posibilidad de réplica alguna por parte de una de esas mujeres florero cuya aquiescencia y falta de rebeldía será su condena a pasear por un calvario perpetuo. En el lado opuesto a esta dictadura consciente emergerá la figura de la fiel compañera, la parte femenina que comprenderá a Meg y le ayudará a encauzar su destino, pues únicamente los personajes femeninos aparecerán como un oasis en el desierto, ofreciendo a la protagonista el amparo y refugio necesario para sobrevivir, además de buen sexo experimental, todo un símbolo de liberación y lucha en contra de los convencionalismos aceptados que usurpan la libertad femenina.

Bad Girls Go To Hell es cine malo, sí, serie Z de catacumbas en cuanto a arquitectura cinematográfica. Pero igualmente una cinta intrépida y audaz que no hace ascos en establecer ciertos parámetros reflexivos y filosóficos que si bien efímeros potencian el resultado final de una cinta para nada insípida en estos aspectos, gracias a la inserción de una estructura narrativa en forma de pesadilla que para nada tiene que envidiar a cintas como El quimérico inquilino, La mujer del cuadro, El carnaval de las almas o cualquier ocurrencia ideada por David Lynch. Todo lo expuesto convierte a esta cinta de culto y algo trash en una de las imprescindibles del cine independiente americano más underground producido en los libertinos y excitantes años sesenta.

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