Aquarius (Michele Soavi)

Había muchas esperanzas puestas en Michele Soavi. Admirador confeso de Dario Argento (con el que llegó a trabajar como segunda unidad en labores de dirección en Tenebre, Phenomena y Opera), se ganó un lugar en varios proyectos junto a grandes nombres de la industria del fantástico y el ‹exploitation› europeo como Lucio Fulci, Joe D’Amato o Lamberto Bava. Se esperaba del él poco menos que el resurgimiento de un género que no hizo más que dar tumbos a lo largo de toda la década de los ochenta. Con el ‹giallo› ya en las últimas y su hermano bastardo al otro lado del charco, el ‹slasher›, postergando su defunción a base de interminables sagas, Soavi consiguió con su debut en la dirección, Aquarius, el híbrido perfecto entre estos géneros moribundos, heredando todos sus puntos comunes (para lo bueno y para lo malo) y poniendo a prueba lo aprendido con los grandes maestros del terror italiano. Esta sería la primera de varias incursiones en el género por su parte, que culminarían con la personalísima y brillante Mi novia es un zombie (Dellamorte Dellamore, 1994), antes de abandonar su carrera para hacerse cargo de un hijo enfermo y retomarla años después, alejado del fantástico que le dio a conocer, como un director eminentemente televisivo.

La historia es tal que así: un psicópata se escapa de una institución mental para ir a parar al lugar de ensayo de una compañía teatral, asesinando a uno de sus miembros. Esta muerte es utilizada por el director para dar publicidad a su obra, incluyendo en la misma al personaje del asesino, apelando al morbo producido por la reciente muerte. Cegado por su futura fama decide forzar a sus actores a trabajar durante toda la noche, relegando la llave del estudio a una actriz que, casualidades del destino, acaba muerta. De esta manera, se quedan encerrados en el estudio con un asesino con cabeza de búho (perteneciente al vestuario de la obra) causando estragos entre la ‹troupe› de artistas.

Siendo rigurosos, más acertada que la denominación de ‹giallo› que suele otorgársele resultaría definir a Aquarius (o el más sugestivo Deliria, o Stage Fright), como una asimilación del ‹slasher› USA en decadencia con motivos visuales del género amarillo por antonomasia. Partiendo de un argumento totalmente convencional, Soavi articula su particular universo fílmico alrededor de las inevitables muertes que se van sucediendo a lo largo del metraje. Destaca en este aspecto la planificación de la sugerente muerte en escena, no siendo el primer ni el último momento en que el director juega con la ficción dentro de la ficción, remitiendo directamente a las muertes más estilizadas de su mentor e inculcando a su vez en el espectador esa atracción malsana por la belleza más macabra. No podía faltar en una producción D’Amato una dosis importante de casquería de mano de un Soavi imbuido por el espíritu de Fulci, jugueteando con el fuera de campo, armas eléctricas y el pringue rojo. Tampoco podría dejar de mencionar la perturbadora escena de la ducha o la “argentiana” (“hitchcokiana” por herencia directa) secuencia en que la protagonista trata de recuperar la llave, su única vía de escape, caída en el escenario, frente al asesino.

Siempre se acusó a Soavi de falta de personalidad creativa. Con su mayor referente en el cine de Argento, no pocos han sido los que lo trataron como una copia vaga del romano. Por el contrario, yo sí encuentro una autoría definida en su hacer, aunque resulte de una amalgama de todas sus influencias unida a una cierta ambición artística y afán de renovación. Sus principales hallazgos se encuentran en la atmósfera general que todo lo impregna, con un surrealismo descocado que él mismo remite al cine de arte y ensayo y que fascina en sus momentos clave, como resulta el ‹tableau vivant› de muerte y desolación que construye el asesino con los cuerpos mutilados de sus víctimas, con la perenne lluvia de plumas. Esta atmósfera va unida inevitablemente a una cuidada estética, aunque sin llegar al nivel de barroquismo que caracterizaba al subgénero. Otro detalle distintivo resultaría la despersonalización del asesino que todos conocemos desde los primeros compases, enfundado en su traje de búho que además de contribuir al aspecto semi-onírico y de irrealidad que comentábamos, apela a otros grandes asesinos en serie como Myers y Jason, su omnisciencia y la representación pura del mal que representaban.

Tiene varios achaques importantes, como la interminable presentación de personajes estereotipados, de rigor en el género, que no chirría precisamente por su alargado metraje sino por la falta de interés e implicación que generan (con la posible excepción del director sin escrúpulos), que llega a desesperar a un espectador ansioso de suspense, terror y sangre. También resultan fallidos los contrapuntos cómicos de la pareja de policías que vigilan en el exterior del estudio, sin función más allá de aligerar el tono general de una obra que no lo necesita y crear unas expectativas que nunca llegan a cumplirse. Amén de resultar una crítica demasiado básica de las autoridades. Una chirriante banda sonora muy hija de su tiempo, con sintetizadores imitación Goblin y fuertes guitarreos, funciona a ratos y a otros sonroja.

Pero estos problemas no impiden el disfrute completo de una obra como Aquarius, que cautiva desde su condición de canto de cisne para una cinematografía tan grata como la del terror transalpino, mostrando un pulso magnífico en las escenas más críticas y realizando continuos guiños al ‹slasher› canónico, apelando una vez más a la morbosidad inherente al ser humano.

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