Amat Escalante… a examen

Hacer un análisis de una ópera prima a posteriori, es decir, cuando ya hay una filmografía consolidada del director, siempre es un riesgo. Es fácilmente detectable lo característico del director, sus rasgos autorales, su concepción cinematográfica. Sin embargo es aún más fácil que salgan a relucir todos los defectos, los deslices, todo aquello que al director le queda por pulir.

En el caso que nos ocupa, el de Amat Escalante y su debut en el largometraje Sangre (aunque anteriormente hubiera filmado el corto Amarrados) bien podría aplicarse lo comentado anteriormente. Sin embargo algo llama poderosamente la atención y no es otra cosa que la solidez de la propuesta. No, no es que Escalante firme una obra maestra, o que en su filmografía posterior se haya limitado a mimetizar su debut con mayor o menor acierto (ahí está el caso del juego transgenérico que es su último film, La región salvaje), pero en Sangre está todo Escalante con muy poco (si acaso un abuso del fundido y elipsis) que se pueda objetar a la propuesta.

La historia, en Sangre, parte de un minimalismo extremo en su puesta en escena: apenas decorados, estancias cerradas, sombrías y frías que transmiten una pobreza no solo en lo material sino también en lo espiritual. Ya no se trata de desarrollar la trama per se (aunque sí se hace), se trata de poner de manifiesto aspectos más profundos, tanto psicológicos como de contexto. Es el ambiente, sin duda, el que condiciona a los personajes más allá de sus puestos de trabajo o condiciones de vida objetivas. Lo que en Sangre se muestra es un monstruo que se retroalimenta, un círculo vicioso donde el sexo se manifiesta como forma de poder aséptica en su bestialidad. No hay amor, ni tan siquiera deseo, solo una forma de matar el tiempo que acaba convirtiendo a sus protagonistas en esclavos de la desidia vital.

Sangre es ni más ni menos que una suerte de retrato de un lugar, un microcosmos que permite un subtexto íntimo y ser sinécdoque de algo más amplio. Una anécdota si se quiere que funciona como metáfora perfecta de la apatía y de la caída en barrena de todo aquello que confiere humanidad. Sí, Sangre es cine social sui generis por su capacidad de trasladar un estado de las cosas pero que se aleja de este tipo de cine en tanto no pretende tanto denunciar como pintar un retrato frío y distanciado de la situación y dejar que sea el espectador quien saque sus propias conclusiones al respecto.

Sí, Sangre no deja de ser un tratado sobre el aburrimiento y la desolación. Una descripción de como el ser humano puede convertirse, a través de la falta de control, en esclavo de sus actos primero y en cáscara vacía, desprovista de sentimientos después. Un film que juega con lo desangelado en el fondo y la forma, con la honestidad brutal de la desnudez formal. Una bofetada inteligente, sí, pero no por ello menos arriesgada, salvaje y despiadada. Un debut pues que debería escribirse con mayúsculas.

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