Alex van Warmerdam… a examen (II)

Si se dijese que el cine de Alex van Warmerdam es uno de los secretos cinematográficos mejor guardados del viejo continente no se estaría faltando a la verdad, y es que el veterano cineasta neerlandés no ha sido uno de esos directores que hayan trascendido en exceso más allá de sus fronteras —aunque se llevó premios como el FIPRESCI en Venecia por la genial El vestido, por poner un ejemplo relevante, la mayoría de los galardones que ha cosechado le han sido otorgados en su Holanda natal—, e incluso podría decirse que hasta la Borgman —que se fue de vacío en Cannes para más tarde triunfar en Sitges— que este pasado viernes llegaba a nuestras pantallas, el desconocimiento en torno a su figura era mayor de lo que merecería a juzgar por el talento que este cineasta y actor ha ido desentrañando a lo largo de estas casi tres décadas que lleva tras las cámaras.

Durante este tiempo, uno de los sellos identificatorios del cine de van Warmerdam ha sido la atípica escenografía que ha logrado plasmar en sus trabajos, y precisamente ese elemento —que, de modo lógico, se ha visto obligado a ir amoldando sus características con el paso del tiempo— es el que sirve de vínculo para dirigirnos a una de sus primeras obras, pues el bosque en el que se inicia la más reciente Borgman —y que, además, constata ese cambio— era uno de los puntos de anclaje en Los norteños que, precisamente, parecía ejercer la misma función: un lugar de evasión en el que la sociedad no pudiese interceder a grandes rasgos, aunque en el segundo largometraje del holandés uno de sus personajes —con mejor y peor fortuna— terminase derrocando esa sensación.

El epílogo, en ese sentido, no deja de ser un mordaz apunte lanzado por su director, quien tras esa proclama hacia un optimista futuro en torno a unos personajes que no volverán a hacer acto de presencia en el relato, nos emplazará directamente en el verano de 1960, donde un pequeño pueblo —que, de hecho, tiene una sola calle central que ejerce como principal foco de atención— al que acompaña ese bosque casi como una prolongación del mismo, sirve como centro de la acción que discurrirá en una cinta que bien pronto empieza a presentar una diversa galería de personajes que encajan a la perfección en ese universo confeccionado por van Warmerdam e, incluso, se podría decir que constituye una de las mejores exposiciones de lo que supone su cine.

Hablar de Los norteños sin desvelar, aunque sea a modo de detalles soslayados, algunas de las particularidades del film que nos ocupa, sería una laboriosa tarea precisamente porque en su obra —y, en especial, en esta película— abundan precisamente esos pequeños pespuntes que describen personajes, situaciones y, sobre todo, contextos, sin necesidad de empuñar grandes discursos o realizar complejas descripciones que sirvan como reflejo de todo eso: de hecho, lo complejo y profundo en el cine de van Warmerdam está más bien en el subtexto, en aquello que se intuye, se supone, pero no se ve, siendo en ese aspecto la citada El vestido su film más notorio. Así, se puede afirmar que no estamos ante un cine de diálogos ni de excesivos elementos dramáticos, más bien de composiciones austeras espoleadas por un singular golpe de genio.

Esas composiciones, que tienden al minimalismo en su ámbito más escénico, buscan en la banda sonora reforzar un dramatismo que ni siquiera se bordea, pero sirve para dar forma a escenas tras el particular estilo del autor de Ober, y se complementan con un sentido del humor que tiende a retozar en una cierta negrura sin acudir a los elementos más toscos del género, son claves para comprender a qué nos enfrentamos y, por supuesto, para gozar las propuestas que ha ido brindando van Warmerdam a lo largo de este tiempo. Por trazar un símil más o menos acertado —y, por qué no decirlo, quizá hablemos de uno de los cineastas actuales que más ha bebido (hasta cierto punto, claro está) de la obra del neerlandés—, algo así como lo que sucede con Wes Anderson y las imágenes que es capaz de crear.

Hablando de imágenes, y de ese diálogo perpetuo con el espectador a través de ellas, son éstas las que nos introducen de lleno en ese pequeño pueblecito y entre sus extraños habitantes. Así, el reflejo de un obsesivo cazador que rechaza a su mujer en la cama, otea el horizonte con sus binóculos y emprende camino hacía el bosque rifle en mano al ver una humareda, la estampa de un marido prácticamente rogando que su mujer satisfaga sus placeres carnales ante el púlpito de un santo o la figura de un niño con la cara pintada de negro cuya extraña fascinación por la figura del ex-jefe de gobierno congoleño Patrice Lumumba, son el perfecto ejemplo que poca necesidad más hay de remarcar o dibujar figuras en un lienzo si con una simple línea basta, aunque esa línea sea más definitoria que cualquier otra cosa.

A través de esas pinceladas es como se nos irá descubriendo hacia donde lleva la fascinación de ese infante en torno a la figura de Lumumba, cuales son las afecciones que impiden a esa mujer siquiera besar a su marido, o en que derivará la extraña afición de un cartero algo voyeur, un cazador que se autoproclama la ley del lugar o un niño que encontrará algo así como un despertar sexual, de visitar ese bosque —que, a la postre, es uno de los mayores ejemplos del estilo del director—. Eso cuando sencillamente van Warmerdam no nos sorprende con personajes cuya motivación es difusa —como ese orondo personaje, que bien podría ser un matón o «bully» sesentero y persigue en moto al muchacho protagonista— o con escarceos en otros géneros —por ejemplo, el western, con esos planos que nos brinda en los encuentros entre el niño y el susodicho personaje, o escenas como la de la huida de la ayudante del carnicero— que no hacen sino completar un trabajo ya de por sí redondo.

Además, ese discurso o subtexto que acompaña (sea más o menos inteligible) siempre los trabajos del holandés es otra de las grandes motivaciones para no sólo ver, sino revisar una obra que en Los norteños deja instantes tan lúcidos como esa “ruptura” exacerbada por el fanatismo ante el despertar sexual acontecido entre las cuatro paredes de esa misma casa, o la vuelta de tuerca alrededor de ese personaje negro («A pesar de todo, el negro generalmente tiene sentido del humor»), que terminará viendo como la barbarie que parece atribuírseles se aloja en un hombre blanco incapaz de confesar sus crímenes. En definitiva, si el magnífico trabajo confeccionado con Borgman les dejó con ganas de más, no duden en acercarse a uno de los autores más minusvalorados de la vieja Europa, capaz de ser tan subversivo (esas imágenes del carnicero en su lugar de trabajo, las brutales ensoñaciones de su mujer, etc…), divertido y sorprendente como el que más.

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