A Gentle Creature (Sergei Loznitsa)

El regreso de Sergei Loznitsa a la ficción narrativa tras la tan moralmente deplorable Austerlitz (2016) resulta un cambio tan drástico de rumbo que puede parecer incoherente a priori. Sin embargo, de un documental de observación en un campo de exterminio nazi que denuncia la descontextualización y el distanciamiento humano de sus visitantes armados con palos de ‹selfie› pasamos a una panorámica de la sociedad rusa en la que el discurso se entronca en las mismas ideas: la superioridad moral que exhibe desvergonzadamente su director hacia lo que narra y quienes aparecen en su película a través del sufrimiento de una mujer que ve como le devuelven sin explicaciones un paquete enviado a su marido, que lleva tiempo encarcelado. En realidad A Gentle Creature encuentra en su anterior obra la misma justificación de su existencia. En esta ocasión en sentido positivo gracias precisamente al ego de su autor —y sus desmedidas ambiciones—, que traslada la atmósfera, personajes y relato moral típicos de la literatura rusa al cine desde una creación audiovisual que emplea recursos expresamente cinematográficos en su construcción.

Inspirada en la historia corta de Fyodor Dostoyevsky —pero con claras influencias que evocan otros autores como Franz Kafka— el viaje del personaje interpretado por Vasilina Makovtseva a una remota región de Rusia en la búsqueda de respuestas elude utilizar elipsis muy evidentes para potenciar la visión del entorno y la vida que inspira en sus imágenes la presencia de multitud de personajes con carácter episódico o testimonial. Personajes que mantienen conversaciones aparentemente intrascendentes sin relación con el conflicto de la protagonista o cantan canciones que trazan con una delicada nostalgia el retrato de una civilización decadente consciente de si misma, en la que sólo un tonto o alguien todavía inocente en términos absolutos podría esperar obtener justicia o ayuda por parte de sus semejantes o de las instituciones. Las localizaciones y los decorados expresan a la perfección esa suciedad interior que asumimos poseen todos los individuos que desfilan delante de la descriptiva cámara de su director.

De ella no conocemos nada salvo su incansable voluntad y determinación, con una psicología impenetrable definida únicamente por sus acciones o los escasos diálogos significativos que mantiene. El gran mérito de Loznitsa es el de reproducir una realidad opresiva a través de una fotografía naturalista hacia los seres humanos y estilizada con la ambientación mientras elabora una descarnada y cínica sátira hacia todo lo demás. El contraste entre el personaje central y aquellos que se encuentra en su camino —cargados de una obvia ambivalencia en apariencias e intenciones— recorre desde lo trágico hasta lo cruelmente irónico en secuencias que parecen de una sublime intrascendencia por separado, pero que juntas aproximan al espectador a la cohesiva visión fantasmagórica de una absoluta corrupción moral que impregna todo su metraje. No vemos ninguna posibilidad de hermanamiento o comunidad entre iguales, ni un indicio de esperanza. Incluso los sueños son en realidad pesadillas disfrazadas de discursos condescendientes que tratan a sus protagonistas como afortunadas víctimas de un sistema que sólo busca perpetuar los privilegios, las asimetrías de poder y la explotación de los más débiles. Nada queda aquí de los principios e ideales de la Revolución Rusa de 1917.

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