9 dedos (F.J. Ossang)

«Las ciudades son como prostitutas enamoradas de sus proxenetas.»

Maglorie, 9 dedos

Enemigo que huye…

En mi absurda cruzada intentando penetrar en el noir, donde parezco necesitar que sus imágenes sean patrones que deben repetirse vez tras otra, me aventuro a decir que 9 dedos será perfecta para nosotros, los desapegados hijos que no creemos en la existencia del neo-noir hasta que no seamos capaces de concretar el noir iniciático. Y que la música ha muerto.

Esto es algo que se dice como pre-concepto, a partir de una imagen, de un trailer, sin importar quién sea F.J. Ossang, sin saber qué quiere contar o cuál es el punto de neurosis cinematográfica que disfruta como autor. Así que la película se me va de las manos, dinamita mis pretensiones en busca del mensaje cerrado de los perdedores del noir para encauzar su destino a la aventura, jugando con la intrahistoria, devanando los sesos de los personajes omnipresentes, empleándolos como piezas con las que encajar esa mala suerte iniciática en un universo vacío, particular.

Porque la película comulga con el aspecto visual y arty, desde su vestuario con un Paul Hamy que poco debe envidiar a la espectacular planta de Jean Gabin, marcando hombros imponentes en el interior de un sobredimensionado abrigo. Un envoltorio que se repite con cada personaje, sacados todos ellos de una etapa cinéfila exacta, pormenorizada su esencia, actualizados por pequeños detalles, donde ellos son gángsters y ellas el beneplácito dominante, con la evidencia de ver reflejada en Drella (Lisa Hartmann) a Gisèle del Vampyr de Dreyer. También en los emplazamientos que elige, en un inicio como escondite, más adelante adentrándose en el mar —uno de los escenarios prediclectos de Ossang en su cine— y convirtiendo el espacio en un forzado artificio donde los objetos se industrializan, pierden la personalidad, se emplazan robustamente recreando el vacío, siempre acunados por un frío blanco y negro del que tampoco desea deshacerse el director, siendo ya marca de la casa.

Esas luces y sombras nos hablan del noir referencial (los clásicos del francés de gabardina, pistola y traición) al inicio del film y del cine mudo más experimentado tal y como avanza, dando forma a 9 dedos, que se compromete con la turbiedad hasta que parece que enfatizas en un «¿demasiado complejo para mí?». Hay algo más de lo que un fotograma del film puede expresar por sí mismo, y al mismo tiempo, el fotograma tiene un peso importante en la escena, que parece circular a través del instante. Las imágenes, en la quietud fotográfica, son preciosistas y se comprometen con el enfoque de su escenario, marcado siempre por formas compactas, de peso, donde discursar sobre temas abstractos, ambiguos y de una naturaleza inquietante: el teatro hecho, de nuevo, cine. Poco a poco da la impresión que se juega con la demora en la imagen, quedando parado el avance de la historia en una disertación, para luego contraponer con el rápido y cortante avance de la historia, quitando importancia a los hechos y sumiéndose en la neblina de esos buques fantasma que se apoderan de la disertación.

Es llamativo el enfoque orgánico que va tomando la película, que nos hace recorrer grandes distancias desprendiéndonos de la sensación de velocidad, desnortando el concepto de espacio y jugando con el «temps mort» para reflexionar sobre lo efímero (y el maldito zeitgeist), lo que de verdad le interesa a Ossang —su película, su música, sus filtros, sus deseos—. Es difícil no sentir curiosidad por Maglorie y todos los antihéroes que pasan frente a la cámara —un reparto de lujo con rebuscada intención con nombres como Gaspard Ulliel y Pascal Greggory que tejen unos personajes inquietantes y sobredesarrollados— para una película de fango masculino, de coqueteo con la imagen —elige solo una si te atreves—, de rebuscada anécdota y donde pensar demasiado sea justo el estado que arruine la función. Sin duda atrevido y pretencioso, un océano que se debe surcar.

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